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miércoles, 1 de diciembre de 2010

TEXTOS GANADORES EN NARRATIVA-Cuento-VII CONCURSO LITERARIO INTERNACIONAL – 2010- “José Eufemio Lora y Lora & Juan Carlos Onetti”

TEXTOS GANADORES: NARRATIVA-Cuento

PRIMER PUESTO:



Cuento : “Historia de vampiros”

Autor : Marcela Aguilar Morales

Lugar : Santa Cruz de La Sierra- Bolivia



UNA HISTORIA DE VAMPIROS





Me gustan las niñas. Pero no las insinuantes lolitas a lo Nabokov; me gustan las pequeñas lulús traviesas, de pubis desértico y pechito llano. Me satisface mirarlas, admirarlas y olerlas, cuando puedo, y contemplarlas desde mi solitaria vida de internauta. Las niñas que navegan desnudas, con los calzoncitos en las rodillas y la mirada de súplica, o las que divertidas e ingenuas exponen ante una cámara su sexo no desflorado, han sido mi compañía en este averno adictivo. A esas niñas les he dedico mis múltiples éxtasis orgásmicos, que siempre terminan con una erupción copiosa e incontenible de mi semen.

Dentro de poco mi vida llegará al cuarto de siglo, y en estos años, desde mi inofensiva obsesión por las niñas, me he acercado a ellas tanto como he podido: como un tío, como un amigo, como un vecino; sólo así he logrado rozar unos bracitos desnudos y he sentido unas manitas diminutas jugueteando con las mías y he aspirado la fragancia infantil de una cabecita de cabellos rojizos y ensortijados… pero nada más. Porque yo no soy una de esas bestias que toman los pequeños cuerpecitos a la fuerza, sin importar el llanto, el dolor, la súplica, la sangre, el desgarro de la carne… O tal vez sí.

Tal vez, sin saberlo, ya esté curado del espanto y de la compasión. Tal vez soy el lobo, atrapado en esta piel de cordero, que aúlla en silencio: “Dejad que las niñas vengan a mí; que vengan cariñosas, inocentes, juguetonas y desnudas…”. ¡No!, desnudas no, que mejor vengan vestidas, para que yo las desvista con este amor antípoda al amor con que las visten; para adivinar sus cuerpecitos con las manos, antes de descubrirlas ante mis ojos. Que vengan las niñas a acomodarse entre la hoguera del deseo que se va abultando entre mis piernas. Que vengan a jugar con las figuras geométricas de mis órganos sexuales para que formen e imaginen animalitos fantásticos con ellos. Luego, que sólo se ocupen de mi erguido animal solitario, que lo pinten y lo vistan como quieran; que lo arrullen como niño para que descubran los seres maternales que hay en ellas; que mamen de mi leche copiosa e incontenible para que crezcan saludables, y para que luego tengan hijas y que también las dejen venir a mí, para que ellas también me muestren su secreto no revelado, su secreto inocente y virgen.

Durante este cuarto siglo de vida, mi piel de cordero ha sido más fuerte que el furibundo instinto sexual de mis entrañas, porque recién hace dos meses que me atreví a llamar a un número de celular, de uno de esos anuncios que ofrecen “agradable compañía femenina”. Cuando una voz de mujer empezaba a ofrecerme un menú sexual, que me resultaba aburrido y poco apetitoso, para no perder tiempo le dije que “me gustaban las niñas”. La voz de la mujer calló por un instante, y cuando me disponía a cortar la llamada, temiendo por la indignada respuesta que mi pedido habría de merecer, la mujer contestó que, casualmente, tenía a su cargo a una nenita virgen dispuesta a “jugar” conmigo. Pactamos el lugar, la hora y el precio. Aunque entonces mi presupuesto ya estaba muy maltrecho, me alcanzó para pagar tanto por el servicio como por el hotelucho al que me llevarían a la niña.

Mientras esperaba nervioso, sentado al borde del camastro, sólo pensaba en el placer que sentiría ante la cercanía sin restricciones de un cuerpo infantil. Pero lo que se presentó ante mí fue una lolita salvajemente pintarrajeada, con olor a perfume de feria, y con los ademanes y el vocabulario de una puta nonagenaria. No era eso lo que yo esperaba. Mi verga, que en la espera se había abultado ante las expectativas de aquel encuentro pactado, se resintió con las insinuaciones manidas de aquella putita, que ya estaba lejos de tener la candidez infantil que yo deseaba.

Aquella noche frustrante, en la que reforcé mi aversión, o miedo o lo que sea, a las mujeres de carne y hueso, pensé que en adelante me limitaría a seguir socapando mis fantasías, a esconderlas del mundo y a permitirme sólo fugaces escapes de miradas furtivas y manos involuntarias, que no saben lo que hacen; cuando pensé que estaba resignado a mirarlas, admirarlas y olerlas, cuando pueda y contemplarlas desde mi solitaria vida de internauta, la cercanía de ese cuerpo de lolita me incitó a seguir buscando a mi pequeña lulú, que me llevaría al Olimpo del placer real.

Y la encontré, sin buscarla, en un barrio ajeno, en un parque de juegos infantiles.

……

Hoy no fui a la escuela. Mamá se levantó muy temprano y se fue al hospital, como todos los lunes. Llegará muy de noche, y seguro que llegará cansada, se echará en la cama y se quedará dormida con el televisor encendido, porque los lunes es el día de más trabajo para las enfermeras. Ella dice que es porque la gente se ocupa de hacer macanas cuando no trabaja, y por eso abarrotan el hospital los lunes, para sanar lo que dañaron en sus fines de semana.

Antes de salir, me gritó desde la cocina para que me levantara y empezara a preparar los útiles de la escuela. Pero, como siempre, ella se fue al trabajo muy temprano por eso no supo que seguía arropada en mi cama cuando le respondí que ya me estaba lavando los dientes. Y como hoy no vino Martha, me quedé dormida hasta muy tarde; por eso no fui a la escuela esta mañana.

Seguro que ayer, Martha se fue a esas choperías de Alto San Pedro y se habrá quedado a dormir en el cuarto de alguna de sus amigas. Siempre que sale los domingos, mamá le recomienda que no vaya a tomar ni se reúna con esas amistades, que la van a llevar por mal camino, y va a tener que cargar sola con un hijo sin padre. Cuando Martha se va a beber con sus amigas, casi siempre se presenta a trabajar el lunes en la noche o a veces recién se aparece el martes en la mañana, “muy suelta de cuerpo”, como dice mi mamá, como si no le estuviéramos pagando para que cumpla con su trabajo. Cuando Martha se porta así, mamá la regaña y le dice que es la última vez que le perdona su irresponsabilidad, que la próxima la pondrá de patitas en la calle. Pero en realidad mamá no lo dice en serio; a pesar de lo mal que a veces se porta Martha, mamá la necesita mucho. Además, más de una vez no ha podido pagarle su sueldo por varios meses, y aunque Martha pone su geta larga durante días, acepta que mamá le pague cuando pueda. Tampoco yo quiero que Martha se vaya. Es muy renegona pero es la que me hace las tareas cuando no está mamá. Y aunque se come los postres del refrigerador y luego me los achaca a mí, yo no la acuso ni me quejo de ella, porque Martha es muy buena conmigo: me deja ver la televisión en las tardes, y en la noche juntas vemos las telenovelas mejicanas que a ella tanto le gustan.



Cuando mamá trabaja toda la noche, Martha y yo vemos televisión hasta muy tarde. A ella le gusta ver películas de terror, esas donde se ve mucha sangre, muchos muertos y muchos besos. El otro día vimos otra vez la película de vampiros: unos hombres vestidos de negro, con cara de diablos, se la pasaban desnudando a las mujeres, besándolas por todo el cuerpo, abriéndoles las piernas y finalmente terminaban matándolas con sus dientes de vampiros. La primera vez que vi esa película tuve mucho miedo y me dio pesadillas. Yo quería contarle a mamá lo de la película, pero Martha me agarró muy fuerte del brazo y me dijo que ya no me dejaría ver la televisión con ella si yo le decía algo. Por eso no le dije nada. Martha me tranquilizó diciéndome que sólo era una película, que nada de eso era de verdad, que los vampiros no existen. Cuando volvimos a ver la película esa, ya no me dio tanto miedo, pero igual me siguen dando miedo los vampiros.

Toda la mañana estuve viendo la televisión, hasta que me dio hambre, y me fui a comprar un helado con los cincuenta centavos que mamá me dejó para el recreo. En la tarde me quedé en el parque balanceándome en el columpio, impulsando yo sola el sube y baja, y trepando y resbalando por el tobogán. Estuve tramando que cuando mamá llegue a casa en la noche, le diría que por culpa de Martha no fui al colegio, no almorcé y me quedé toda la tarde en el parque, porque me da mucho miedo estar sola en la casa. Así Martha recibirá una buena regañada y aprenderá a no dejarme sola el próximo lunes. Sólo espero que no termine yéndose de la casa, porque Martha me hace mucha falta.

……

Vi a una niña solitaria que se balanceaba en el columpio, se impulsaba en el sube y baja, y trepaba y resbalaba por el tobogán. Estuve un buen tiempo mirándola con disimulo, tratando que nadie se diera cuenta de mi presencia. El parque estaba casi desierto, sólo un par de niños corría de un juego a otro y se empujaban entre sí, pero a la niña no se acercaban. Si me quedé en ese parque, durante tanto tiempo, observando a aquella niña, fue por la manía voyerista que ellas me provocan; mientras la observa estaba lejos de pensar que aquella pudiera ser mi oportunidad de demostrar en carne viva mi pasión por la niñas. Estaba lejos de creer que yo tuviera los bríos suficientes para vencer esta obsesión crónica que ha hecho de mi este ser tímido, perdido para el mundo.

Cuando los niños se fueron, el parque se quedó desierto, sólo estábamos ella y yo. No sé si entonces se dio cuenta de mi presencia. Mientras subía y bajaba por las escaleras del tobogán, decidí acercarme. Al caminar hacia ella pensaba en las cosas que le diría para que no me tuviera miedo: trataría de ganarme su confianza preguntándole su nombre y diciéndole que quería ser su amigo. Pero el verme tan cerca de ella y con la segura posibilidad de tener algún contacto físico, me desbarató los nervios, y lo primero que hice, de forma torpe e irracional, fue sacar una revista pornográfica que tenía doblada en el bolsillo interior de mi chamarra. Fue tal mi atontamiento en ese instante que no sé cómo o de dónde se me ocurrió sacar aquella revista y hojearla delante de sus ojos. Hasta ese momento ni siquiera recordaba que la había guardado en mi chamarra. Y seguro que en ese mi desatino me hubiera atrevido a hacerle las proposiciones más lascivas que en su vida hubiera escuchado. Pero afortunadamente no tuve oportunidad de decirle nada más: en ese momento, los niños que antes se habían ido volvieron con su embestida y jugueteo salvaje, y empezaron a trepar la escalera del tobogán, interrumpiendo así aquel primer acercamiento. La vi subir las gradas y perderse por la rampa, mientras me apresuré a guardar mi revista y volver al lugar de las escalinatas.

……

Y pensé quedarme en el parque hasta que mamá llegue del trabajo, porque de verdad que me da miedo estar sola en casa. Entonces se acercó a mí ese hombre. No sé desde qué momento estaba sentado en las escalinatas, solo, sin hacer nada. Yo ni siquiera me había dado cuenta que había un hombre allí, hasta que empezó a caminar hacia donde yo estaba. Cuando se acercó me dijo que quería mostrarme unas fotografías, y sacó una revista de entre su chamarra donde sólo había mujeres desnudas, con las piernas abiertas, como en la película de vampiros. No le dije nada, me volví a subir al tobogán, porque en ese momento llegaron corriendo unos chicos y subieron a empujones por la escalera donde yo estaba. El hombre, sin decir nada más, se fue otra vez a sentar en los escalones, con su revista de mujeres desnudas.

No sé en qué momento el hombre aquel se fue del parque. Me di cuenta que se fue porque lo vi retornar no sé de dónde. Volvía con un montón de chocolates en la mano y ya no volvió a sentarse en el lugar de siempre, sino que se quedó parado, por un buen tiempo, muy cerca de los carritos de cemento.

……

Con las manos y los bolsillos atiborrados de chocolate volví al parque, me acerqué a ella después de un momento y le alcancé uno, debía hacer que mi torpeza anterior no tuviera la menor importancia. Me dio las gracias con una voz muy tierna y un tanto apagada, y se devoró todo el chocolate en ese mismo momento. El estar cerca de esa niña fue una lucha silenciosa entre mi lascivia y mi razón. Tendría que atraerla hacia mí con mucho tino, sin despertar sospechas ni desconfianza en ella ni en las personas que pudieran vernos juntos.

Le inventé una historia para que me siguiera al otro lado del río, sabía que en ese lugar no había gente y todo estaba inundado de matorrales, ahí me sentiría más confiado al estar solo con ella, sin el temor de que alguien nos vea. Hasta ese momento aún no sabía de lo que sería capaz con aquella niña.

……

Cuando el parque volvió a quedar en silencio, otra vez se dirigió hacia mí. Yo pensé en irme antes que volviera a mostrarme su horrible revista de mujeres desnudas, pero en cambio me entregó un chocolate, de esos que mamá no me quiere comprar porque dice que además de ser muy caros, son enemigos de los dientes y muy amigos de las caries. Yo lo acepté y le di las gracias, porque mamá siempre me regaña cuando se me olvida la palabra mágica.

Como aún tenía hambre, me comí todo el chocolate en ese momento. Luego el hombre me dijo que quería regalarme todos los chocolates que tenía, y otros que había guardado en un lugar secreto. Yo debía acompañarlo para que me los diera. Pero le dije que no podía, porque mi mamá no estaba en la casa y la muchacha que hacía las labores domésticas no había llegado aún. Entonces el hombre me pidió que además le hiciera un favor, que no iba a tomar mucho tiempo, que el lugar donde debíamos ir estaba muy cerca. Aunque hablaba muy rápido y casi no comprendía todo lo que me decía, entendí que quería que le ayudara a sacar las frutas de un árbol que estaba detrás de una casa, y como soy experta en trepar árboles, lo seguí.

……

Tentada por los chocolates, la niña aceptó ir conmigo. Al principio caminamos lado a lado, luego yo me adelanté, tratando de apurarle el paso. Me llenaba de terror cuando veía a algún transeúnte que se nos cruzaba por el camino, porque no sabía qué actitud adoptar. A ratos le ponía la mano en los hombros con la confianza con que lo haría un padre o un tío, pero entonces pensaba que si la otra persona conocía a la niña sabría que yo no era ni su padre ni su tío, así que era mejor mantener cierta distancia.

En nuestro recorrido, trataba de entrar en confianza con ella, mostrándome amigable, preguntándole cosas que poco me importaban. Cuando me interné entre la yerba, rumbo al río, temí que ella desistiera o desconfiara de mis propósitos, pero al final logré convencerla. Ni siquiera recuerdo lo que le dije, estaba demasiado excitado y nervioso; pero sea lo que sea la convencí y ella empezó a descender detrás de mí por el sendero.

……

Al ir me dio otro chocolate, pero lo guardé en el bolsillo, porque ya con el primero se me pasó el hambre. De todas formas fui detrás de él. Me preguntaba todas esas cosas aburridas que los adultos preguntan: en qué curso estaba, cuál era mi materia favorita, si tenía muchos amigos, y a ratos sólo se callaba. Un par de veces puso su mano en mi hombro, pero en seguida la apartó cuando alguien se nos cruzó en el camino.

Luego de tres cuadras, sin decirme nada, se desvió de la calle hacia el río, por medio de los matorrales que en ese lugar son tan altos como árboles. Yo me quedé dudando si continuar o no, porque en esta época el río está casi seco, y la gente sólo va a ese lugar a botar la basura o hacer sus necesidades. Como vio que yo no lo seguía, el hombre se dio la vuelta y me dijo que el lugar al que debíamos ir estaba a pocos pasos, pasando el río. Aunque ya no me interesaban los chocolates, lo seguí sólo para ayudarlo a bajar las frutas del árbol. En cuanto lo hiciera me iría directo a casa, porque era probable que Martha ya hubiera llegado.

El hombre bajaba hacia el río por entre los matorrales y yo iba detrás de él. No es muy frecuente que la gente vaya por ese lugar, por eso el camino no está muy bien marcado, pero da para subir y bajar con algo de cuidado.

……

Cuando llegamos al borde de uno de los pocos riachuelos estancados en el río que en otras épocas debe ser abundante, pensé que ese sería el lugar perfecto, pero aún no estaba seguro para qué, a pesar de lo excitado que estaba. Para terminar de convencerla, además de los chocolates recurrí al único recurso que me quedaba, o que no me quedaba, le dije que además de los chocolates le iba a dar un billete de cien pesos por el favor que me iba a hacer. En realidad yo no traía ni un solo peso conmigo, lo último que me quedaba se fueron con los chocolates.

Cuando parecía que el dinero le resultaba menos atractivo aún que los chocolates, vi que ese era el momento y el lugar propicios para lo que sea que había deseado hacer. Hasta ese momento, mi propósito no era usar la violencia sino la seducción: me acercaría a la niña muy suavemente, la abrazaría, tentaría su piel, besaría sus labios y le estimularía el deseo con un beso adormecedor en su delicioso cuello.

……

Una vez en el río, me detuve pensando si Martha ya estaría en la casa, buscándome desesperada. Entonces el hombre se dio la vuelta y me dijo que faltaba poco y que además de los chocolates me iba a dar un billete de cien pesos como pago por el favor que le iba a hacer. Pero entonces eso fue un dilema para mí, porque cómo le explicaría a mamá de dónde saqué el dinero. Una vez me encontré un billete de cincuenta pesos en la calle, y compre todo lo que mamá nunca quería comprarme, pero en la noche, cuando revisó mi mochila, me dio tremenda paliza mientras me preguntaba cómo le había robado aquel dinero. Yo trataba de explicarle que ese dinero me lo había encontrado, que esta vez no lo había sacado de su bolso, pero ella no me creyó. Esa fue una de las mejores, o peores, palizas que recibí. Por eso lo del dinero ya no me gustó.

Cuando le explicaba al hombre que mejor me iba a casa, que otro día podía ayudarlo a bajar esas frutas, me tomó de los hombros con fuerza y acercó su cara a la mía. Sentí el aire de su respiración y olí algo apestoso que salía de su boca, como si algo se estuviera pudriendo en su interior. Entonces recordé que los vampiros de las películas, que a Martha tanto le gustan, son muertos que no mueren nunca, son seres diabólicos que sólo se alimentan de la sangre de los vivos. Y supe que el hombre aquel era uno de ellos, cuando acercó su boca a mi cuello.

…..

Ella se da la vuelta por unos instantes y mira hacía abajo donde yo me encuentro parado, sin hacer nada, sin pensar en hacer nada, porque fue un grito que yo no esperaba. No sé en qué momento ni con qué fuerza de agilidad, la niña se deshizo de mi abrazo y escaló el sendero por el que habíamos bajado. En su huida, el grito aquel se prolongó como una sola palabra hasta que ella estuvo en la cima. Mientras mira, desde el otero de su puericia, es como si su mirada acusadora tuviera la fortaleza de convertir en sal a este pecador verdugo. Sin decir una sola palabra más, se va, se pierde en el silencio de los matorrales. Después de esos segundos de estar paralizado como una maldita estatua de sal, yo también me voy, río abajo; huyo de este lugar, temiendo que en cualquier momento sus padres vendrán, con las indicaciones de la niña, en busca de un hombre que pretendía hacer cosas con ella.

……

No recuerdo cómo es que logré subir por ese sendero que tanto me costó bajar, ni de dónde se me salió ese interminable ¡NOOOO! que gritaba mientras subía. Lo que sí recuerdo es el espanto que sentí cuando me di cuenta que un vampiro estaba a punto de clavarme sus colmillos en el cuello. Si no hubiera huido de ese lugar estoy segura que el vampiro me hubiera matado con su mordida mortal, o peor aún, iba a convertirme también en un vampiro y me transformaría en uno de esos seres nocturnos que viven sin vida.

El hombre se ha quedado parado, allá abajo. Me doy la vuelta y lo observo por unos instantes, porque siento curiosidad por saber si ya se ha transformado en vampiro, con su capa negra, su pelo engominado y brillante, con ojos como dardos diabólicos y los colmillos resplandecientes. Pero no. Está parado como si fuera un hijo de vecino cualquiera, como uno de esos que uno ve por la calle y piensa que no es capaz de matar una mosca y mucho menos de chuparles la sangre a los indefensos mortales. Tampoco le veo los colmillos, porque tiene la boca cerrada, pero seguro que los tiene puntiagudos y muy blancos, como en la película.

Ahora me voy a mi casa, corriendo, no vaya a ser que este vampiro sea de los que se convierten en murciélagos y empiece a seguirme. Espero que Martha haya llegado por fin a casa, si es así, juro que esta noche no le contaré a mamá que ella no llegó al trabajo en la mañana, y que no fui a la escuela porque no hubo nadie quien me despertara. Y tampoco le contaré a Martha que un vampiro estuvo a punto de chuparme la sangre, porque ella piensa que los vampiros no existen.





FIN



SEGUNDO PUESTO

Cuento : “Cuando la vida nunca quiere”

Autor : Luis Guzmán Sánchez Agurto

Lugar : Motupe-Lambayeque-Perú



CUANDO LA VIDA NUNCA QUIERE



Miraba la tarde, fresca y gris, tras la cortina de agua que lavaba el rostro de las plantas y las estepas de la tierra. De codos en el muro parecía fundirse con la pálida luz de una amapola que la brisa peinaba sutilmente.

Su rostro de manzana y su cuello largo y esbelto condensaban en ella el reflejo inmortal de alguna Helena en el tiempo. Él parecía haberle encontrado el secreto a la vida: estar junto a Daliro mirando la lluvia: ¡vaya que siempre había soñado con ello! Debía ser el regalo de algún buen dios del universo. Allí, de cerca, pudo entender el equilibrio entre lo sublime y lo infinito.

La tarde se despedía, el viento calaba y la joven se atería; animado entonces le dijo: “Te invito un café.” No. Gracias –contestó ella – debo ir a casa. Adiós. Y se marchó.

El joven se quedó en silencio, pensando en el acento último de las palabras de la chica. Tal vez no le agrade mucho- se dijo-, y alargó la mano para mojarla…



Eran las ocho ya cuando fue a la pensión. De regreso un caminar garboso, una cintura ceñida y un busto turgente, arremolinábanse impetuosamente en su memoria. El carmesí irresistible de unos labios y el castaño claro de unos ojos que no conseguía olvidar, lo vencían como al trigo el viento en la llanura. Daliro era un torrente difícil de vencer. ¡Hey…! Despierte!! –dijo un acalorado transeúnte, porque casi lo atropella-. Lo siento, lo siento, no fue mi intención -replicó inmediatamente él-. Y siguió caminando. Ah! Daliro, por qué me sigue tu recuerdo. Qué magia hay en ti –pensaba – ¿Por qué eres tan linda y airosa a la vez? ¿Será que la vida tiene, a veces, ficciones en las rosas?...



* * *



Pasaron varios días y una mañana que Mario cruzaba la plaza, la vio sentada en una banca. Se le iluminó el corazón. Miró para todos lados, no estaba el jardinero. Bien!-celebró-. Se acercó sigilosamente al lugar donde estaba y le dijo: “Para un divino encanto”, al mismo tiempo que le entregaba una rosa. Ésta, sorprendida, levantó la mirada y, abriendo desmesuradamente los ojos, dijo: Hoo…la!... Hola! Gracias…! De veras, muchas gracias, y sonrió. Luego lo invitó a sentarse…

Desde aquel día la joven empezó a ceder. Ella que al principio no gustaba mucho de Mario, fue entendiendo que, tras esos ojos tristes y esa enjuta contextura, había un corazón tierno, sencillo y respetuoso. Sin embargo, la vida continuó monótona, casi anónima, hasta que un martes de enero el hilo del tiempo fue cortado bruscamente: bajo la fronda de un árbol, una silueta quemaba una ruma de libros de gruesa pasta. Era el noble romántico de las rosas. Daliro, que por casualidad cruzaba por ahí, al ver semejante espectáculo empujó la reja y avanzó: Buenas noches –dijo. La silueta que, de espaldas, veía consumirse los volúmenes, se giró rápidamente y contestó: Buenas… Oh…! tú??!... ¿Qué haces aquí? Oh!!...¡Mario!... Lo siento, no sabía que vivías aquí, pero pasaba y vi a alguien cometer tan insólito sacrilegio que, la verdad, pensé –no te sientas mal, por favor – debía estar fuera de órbita.

Ah, la inquietud eh? No te preocupes, que no hago otra cosa que lo que haría cualquier otro que descubre el vil engaño de los conceptos “mañana”, “futuro”, “destino”, y decide cortar para siempre con ellos. No te entiendo –dijo la inesperada visitante –. Es como si un día –contestó él– te dieras cuenta de que la felicidad que pensabas en la orilla del lago, donde remas hace mucho, no está allí, sino, en el mismísimo lago. Dicho de otro modo, trato de borrar todo vínculo con el pasado y el futuro. Ah! – dijo ella – o sea que te enamoras del presente. Exacto! ¡Nunca más a las ficciones de la alegría! ¡Nunca…! – recalcó él.

La muchacha se quedó mirándolo, extrañada, como si hubiera venido desde muy lejos o como si no lo hubiera conocido jamás.



* * *



Desde entonces él empezó a hacer cosas: Un día se le apareció con un sobre blanco, que contenía una cartulina de hilo color hueso. La chiquilla, agradeciendo el gesto, abrió el sobre casi imprudentemente, mas, al sacar la cuartilla pasó del entusiasmo al resabio: La hoja estaba vacía. Entonces su sereno interlocutor le dijo: no te inmutes, mira! Y empezó a colorear la cartulina con un carboncillo rojo y, conforme lo iba haciendo, iban apareciendo palabras, líneas y después, estrofas. Era un poema. El joven se había dado el trabajo de repetir con un bolígrafo sin tinta cada palabra hasta lograr el bajo relieve con la inspiración hallada en ella.

Daliro entusiasmada leía y releía el poema y maravillada dejó sentir su emoción en la última estrofa, que decía: Hay en tu mirada la pureza de un amanecer / que la sombra de los míos grisa al ver / yo al mirarlos me digo: el sol nace aquí / y un trinar de pajarillos se desborda hacia mí. Qué lindo! Gracias, muchas gracias Mario. No, no –dijo él-, al contrario, gracias a ti por ayudarme a crear.

Desde aquel momento la ensalzada doncella entendió algo: Mario tenía encanto, Mario tenía misterio…

La vida entonces se tiñó de carmín y se desbordó en corros infantiles jamás escuchados. Sin embargo la sinfonía apenas empezaba: Una tarde de marzo alguien apareció en su puerta con un presente: era del poeta. Ella dio la propina al emisario y cerró su puerta. Se sentó parsimoniosamente y empezó a abrir el regalo, levantó la tapa y… ¡una pintura!: hermosa, conmovedora y extraña a la vez… llevaba por título “Lágrimas”. La chica se quedó mirando anonadada el cuadro: Era un toro de lidia, abanderillado cruelmente, tan cruel, que la sangre podía salpicarle a Los ojos a quien lo veía. Pero hasta aquí la pintura no decía nada, su impacto estaba en su extrañeza: ¡No tenía cabeza! Y esto fue lo que desconcertó a la joven, quiso llamar a Mario, pero en ese momento no recordaba donde había puesto el número telefónico. Buscó y buscó, y por más que revolvió todo, no lo encontró. Extenuada se durmió.

Al día siguiente alguien timbraba muy educadamente en su puerta. Era Mario. Hooo…la…!! No sabes cuánto anhelaba que vinieras. Pasa, pasa, por favor. Gracias, muchas gracias –dijo él. Es el cuadro verdad? Sí – respondió ella – y lo fue a traer. Mira – le dijo – es bastante doloroso. ¿Por qué pintaste algo así? Para conciliar contigo. ¿Cómo? No entiendo. Mira – le dijo – yo soy artista y mi religión es la emotividad. Tú eres católica y la tuya la cristiandad. Pues bien, miremos el cuadro – y lo giró verticalmente –. Qué opinas ahora… Oh…! no, no puede ser…! ¡Es un corazón de Jesús! Oh!... Oh…! Esto es maravilloso.

Daliro no le quitaba los ojos al cuadro. Él la contemplaba dulcemente y la adoraba. Era feliz.

Aquel día fue para la tierna joven uno de los momentos más maravillosos de su vida, no sólo porque había encontrado el sentido de la sensibilidad sino, porque encontró tangiblemente el alma de la palabra “artista”. Agradeció profundamente a los dioses y a la madre de aquel varón sin par, que, aunque no tenía la dicha de conocerla, debía de ser tan noble como su nombre, Gardenia, pues así le había dicho Mario que se llamaba.



* * *



Había por el sendero de la casa de Mario, una arboleda de bellos sauces que formaban un callejón romántico. Sus copas se besaban por las tardes y sus hojas amarillentas caían en una lluvia que parecía evocar los calendarios del tiempo; el viento silbaba con el crepúsculo cicatrices de historias que se quedaron grabadas en los tallos turgentes de esos gigantes solitarios. Al tierno caballero le encantaba ver el ocaso. Solía ir ahí con una flauta que le hacía llorar nostalgias viudas de romances, muertas en el tiempo, a explorar el temple de las horas naturales. Así podía respirarlas, sentirlas, evocarlas… y fundirse entre lo claro y transparente que hay en la mansedumbre de lo infinito...

Era por eso que el solitario soñador, a veces, se perdía varios días. Así fue como se le perdió a Daliro durante veinte días, que para la niña fueron como veinte siglos y su angustia fue mayor que la de aquella Penélope que contaba su abuela…



* * *



El timbre sonó tres veces y una excitada dueña de casa, atropellando cosas, fue a la puerta. Hoo…laa…! ¡Mario! Me vas a matar. Pasa, pasa por favor ¿Por qué no has venido a verme? ¿Dónde has estado? Bueno – respondió el joven – me quedé con esa Madonna que siempre me atrapa. Sabías que soy casado verdad?... Qué…?! Cómo?! Nunca me dijiste nada. Vamos, vamos, siempre me has visto con ella –dijo él– . Queé?! ¿Estás en tus cabales? si nunca te he visto con nadie! –enfatizó ella –. A no ser que sea Magnolia, tu empleada…! Está bien, está bien –se apresuró a decir él – no estoy casado físicamente, pero sí artísticamente. Con quién? con una diva que me habla desde la soledad de los bosques y las heridas del crepúsculo ¡La melancolía! Ah…! vaya, vaya… Y rieron estruendosamente.



Al día siguiente, en zapatillas, jeannes azules y polo blanco fue a verla. La chica se sorprendió al verlo. Se veía como un adolescente. Traes toda la primavera contigo – le dijo –. Gracias, gracias, pero creo que la estoy viendo –y le guiñó un ojo –. Ah! tú siempre tan galante. Te he traído algo –y le entregó un sobre impecablemente sellado. Ella lo abrió y…Oh! ¡Es un abanico! Con cuartillas de papel hilo. Ah! espera, Son poemas! Sí. Poemas breves. Es verdad –dijo Mario –. Pero fíjate en las letras iniciales de cada uno de los textos. A ver. Sí. Oh…! ¡Es mi nombre! Y sin poder contenerse lo abrazó fuertemente, al mismo tiempo que le decía Oh Mario, gracias, muchas gracias… Él dulcemente le dijo: De nada. Te quisiera pedir algo. Dime –contestó la interpelada – ¿podemos ir a la playa esta tarde? Sí! Sí!, ¡claro! Por qué no. Sería lindo ver la puesta contigo, aunque no quisiera que esta vez me dejes por tu adorada Madonna. Y sonrió.



* * *



En la arena miraban embelesados la sangrienta esfera ahogarse en el mar y la brisa que peinaba sus cabellos leía los hilos del tiempo en el réquiem de segundos que morían allí. Un aire del principio, un llanto de la Nada, un vacío, un absoluto!

– Es muy bello todo esto, verdad? – dijo ella. Sí, sí. Es muy hermoso- contestó él. Sabes- dijo la joven-, tú tienes un eco con el atardecer; tus ojos tienen el donaire de la tristeza y la luz. Ah! gracias… no soy muy alegre que digamos, no? Y rieron tiernamente.

Pero hubo algo ahí que no se había dado jamás entre ellos: Se sentían livianos, traslúcidos, niños… Él se había acercado a ella para aprehenderla aprendiendo, para enseñarle un poco su corazón, pero jamás se creyó con derecho a conquistarla, para él Daliro era más que una flor, era una virgen claridad, una modelo a quien rendirse artísticamente, pero abrazarla y besarla era privilegio de un dios. Bastante tenía ya con contemplarla y beber de su mirada. De pronto la joven alargó las manos, lo acarició y sin quitarle la mirada, lo besó. Ruborizóse él y sintióse ladrón. Había cruzado la línea, había roto el protocolo: había robado a la perfección. Sin embargo nada más bello hasta entonces.

El crepúsculo moría y regresaban en silencio. Ella lo traía abrazado y él con los dedos en los bolsillos contaba las derrotas de la melancolía…



* * *



Se despedía marzo cuando Mario hacía una semana que no iba a ver a Daliro. Un día quiso levantarse para responder al teléfono, pero se encontró con un terrible dolor a la altura del estómago, tan espantoso y tan fulminante que no alcanzó a ponerse de pie. Apenas logró coger la campanilla, la misma que al caer al piso, hizo el ruido suficiente para que venga Magnolia, su empleada. Ésta al verle hizo muchas llamadas y de inmediato lo condujo al hospital. Las horas se sucedieron lentas, espinosas y rasgantes. Gardenia, su madre, sufría inconmensurablemente: Mario era sano, nunca había dado problemas. Cierto es que ella no vivía con él, porque a su hijo siempre le agradó intimar con la soledad y porque era uno de aquellos jóvenes que se casaban prontamente con la libertad.

Al fin se abrió la puerta y tres médicos con papeles en las manos le dijeron que lo sentían mucho, pero que su vástago no tenía mucha fortuna. Una vez más el enemigo silencioso había avanzado, sin mirar corazón ni edad, una vez más la vida enseñaba su terrible injusticia: ¡Cáncer, Mario tenía cáncer!

Gardenia sintió que le faltaba el aire y que un mareo le hacía perder equilibrio, se desmayó…

Mario despertó después de varias horas, los sedantes le habían contenido. Al mirarse se vio prisionero de varias máquinas y manguerillas, que, conectadas a sus manos, le hacían verse como un motor con las entrañas desperdigadas. Se sobresaltó mucho y gritó. De inmediato aparecieron dos enfermeras y una doctora, que le habló mucho y le abrazó; luego vino su madre, su hermana y Magnolia, pero no vino quién tanto esperó…



* * *



Fue difícil aceptar la verdad, pero después se fue acostumbrando. Sin embargo, seguía triste, casi ausente: Está bien, dijo un día – a no sé quién (pues estaba solo) –, ¡Quítame la vida, pero no me quites la alegría! “Daliro, Daliro…dónde estás niña...”

El pobre ignoraba que la chica había estado preguntándole, que había ido a verle incluso, pero que la autoridad de Gardenia se lo había impedido. Ahora que había perdido la sonrisa por completo, creyeron que sería bueno decirle, y entonces vieron como se le iluminaba el rostro y los ojos se le mojaban copiosamente.



* * *



Fue una mañana de junio cuando alguien llamó a la puerta de la bella chica: era el servicio de correo. Un joven con una cajita verde y una tarjeta incrustada le indicaron de quién se trataba…Ella dio un brinco y agradecida dio una enorme propina al portador. Cerró la puerta y entusiasmada abrió el presente y casi instantáneamente una voz se dejó escuchar: “Hola Daliro, perdóname que no haya podido ir a verte, pero la gran cantidad de emociones que tengo en la mesa y las múltiples disputas con esta esposa que tu ya conoces, me han impedido saludarte. Te envío un modesto reflejo de tu beldad.” Se apagó la cinta y al fin pudo dejarse apreciar en toda su dimensión la Reportera, lentamente sacó la rosa que yacía en el fondo, acercóla vívitamente, aspiró su aroma y con una gruesa lágrima bañó su corola. Se quedó sentada, consternada, dolorosa, como salida del tiempo. Cansada, se durmió. No supo cuantas horas estuvo en el sofá hasta que el frío la despertó.



* * *



El día era radiante y los pájaros de la plaza saludaron el color augusto de las mejillas de la joven, que, muy animadamente enrumbaba hacia el hospital ¡por fin podría ver a Mario!

Cuando llegó, el corredor estaba vacío. Sólo una viejecita de cabellos canos, arrebozada en un gastado percal descansaba en un sillón. Caminó hacia la habitación de su amado, se detuvo en la puerta, alzó la mirada y vio el número, aquel, que en la soledad de tantas horas le gritó, que era una exageración del doce, por correspondencia, pero una sombra del catorce por injuria. La historia le había enlodado hace mucho y su fama de número ensangrentado, negro, estaba ligado a fantasmas o espíritus tenebrosos, cosa que no era cierto, pues, los culpables de aquello fueron hombres, hombres de carne y hueso, que, por estar investidos de tanto poder en una época se creyeron dioses y dueños de la verdad…

Cruzó el dintel y… se quedó estática, casi congelada, pero, movida por algún resorte intempestivo, se sobrepuso y acercó: “Hola Mario –dijo – ...No sabes cuánto lo siento, no sabes cuánto te he extrañado…” No te apenes por mí Daliro - dijo el joven serenamente. Cómo estás? Bien, bi… ¡Vamos, vamos, no pongas esa cara. Tú tienes demasiado temple para claudicar. Esto es sólo un descanso. No me decías acaso que debía tomar unas vacaciones? Estaré mejor, ya lo verás. Y sonrió teatralmente. Ahora –dijo él, con tono íntimo – cuéntame un poco del mundo allá afuera. Ella, olvidándose de todo, empezó a platicar…

Los días empezaron a sucederse más lentamente y el desafortunado paciente empezó a sufrir los estragos de la enfermedad: caída de cabello, pérdida de peso, delirios…Se prohibió toda visita. Daliro tuvo que contentarse con verle tras los cristales y el sufrimiento se hizo mayor. Caía pesadamente sobre los fríos bancos del hospital y se hundía en sollozos que el río de su corazón desbordaba impetuosamente, hasta el aire se hizo más pesado o ponzoñoso, costaba mucho respirar...



* * *



Llegó Agosto. El chico parecía que se apagaba irremediablemente, pero un Lunes amaneció tranquilo, un tanto animado, pidió entonces ver a la flor de su soledad; la joven pasó y lo abrazó. Hola niña, qué alegría verte – ensayó su sonrisa y le acarició con la mirada –. Daliro no hizo más que suspirar y mirarle infinitamente: Cómo podía ese cuerpo maltrecho, agujerado por el dolor una y mil veces, tener las hojas frescas de la alegría. Mario tenía mucho, pero mucho corazón.

-Mario -dijo al fin ella- te quiero, te quiero muchísimo. Pronto será primavera y no sabes cuánto me gustaría recibirla contigo.

-La recibirás -contestó él-. En cuanto tenga un poco de mejoría, te iré a ver. Bueno y si acaso no puedo, le pediré al viento te salude por mí.

La joven sonrió y se giró un poco para ocultar la lágrima que súbitamente había brotado de uno de sus ojos, la misma que rodó anónima.

Sabía que no tenía mucho tiempo, así que se acercó le tomó una de sus manos, la puso en su frente y lo besó. Se despidió.

Al salir, una nube de lágrimas le cubría los ojos: la calle se hizo gris, el mundo negro y la vida absurda.



* * *



El calendario frisaba la cintura de septiembre y el artista apenas podía reconocer a los suyos. Ya no se permitía entrar a nadie, sólo Gardenia y Magnolia lo acompañaban. Los días eran largos; desgarrantes. El dolor lo sacudía inexorablemente. Fue sedado, resedado y prohibido…Al fin, después de tanto, en la madrugada del veintiuno, Mario partía para siempre.

Al día siguiente llamaron a Daliro para comunicarle lo sucedido. Ella sintió como si el filo de un puñal le partía el corazón. Estuvo a punto de perder el sentido. Quiso correr a verlo, pero se contuvo. Era mejor guardar el recuerdo de la última vez, así le hablaría y le encontraría con vida siempre. Oh!... hubiera querido volver a verlo con su sonrisa fácil tras el umbral de la puerta.

Lo enterraron el veintitrés, el día en que la tierra celebra su fertilidad. Ella se quedó hasta el final, sola. Allí, de cara a la tumba, le dijo: “Nunca te olvidaré Mario, descansa ya corazón de niño…”



* * *



Al rayar el alba del siguiente día, unos cantos en el patio y unos leves toquidos en la ventana, la despertaron. La doncella pensó que algún imprudente se estaba jugando una broma, sin embargo fue a ver. Cuando la abrió no había nadie, nadie, tan sólo un corro de pajarillos y varios capullos de rosas recién reventados. Era la primavera. Entonces recordó: “Te iré a ver. Bueno y si acaso no puedo le pediré al viento te salude por mí”. Oh! Sintió que el corazón se le salía y tocó una vez más la voz y la sonrisa de ese ser que siempre se le aparecía con sorpresas: Oh! Mario aún desde el Otro Lado vienes a verme…



* * *



Los días fueron pasando y el recuerdo del joven se mantenía indeleble. La desdichada amante lo buscaba en todas partes y en todas las cosas. Y fue así como un día decidió ir al muro donde una tarde… (Se avergonzó…).



La cortina de agua caía copiosamente y ella ahogaba sus recuerdos en los charcos que se formaban en los círculos de los almendros. De pronto: “Te invito un café”, alguien dijo a su espalda. Se giró maquinalmente y, Oh!...un joven, cerca de allí, le decía a una bella chica. No, no –dijo ésta– debo ir a casa. Y se marchó. Daliro se estremeció y enjugándose una lágrima se acercó al joven y le dijo: “Me aceptas un café” y le tomó del brazo, sonriente…





TERCER PUESTO

Cuento : “Rastros que persiguen”

Autora : Herlinda Navarro Cobos

Lugar : Pamapachica- dist. De San Juan – Iquitos-Perú



RASTROS QUE PERSIGUEN

Filemón tuvo un sueño inquietante la noche en que escuchó ruidos que iban a cambiar la nueva ruta que su vida había tomado. Los ruidos provenían de su pasado, desde los más recónditos rincones de su memoria, incluso de aquellos que ya los había clausurado con una férrea voluntad, por el temor de que algún día sus recuerdos se rebelaran y buscaran la independencia para poder vivir por su cuenta.

Ya pasaron muchos años desde el día en que ingresé a trabajar en un pequeño hospital. Mi madre, le había pedido un favor a un viejo amigo con influencias para que yo pudiera tener “un trabajito cualquiera" y me pusieron como personal de limpieza, sin embargo por razones que nunca entendí, a las pocas semanas me trasladaron a un anexo del hospital. La morgue. Algunos vecinos envidiosos murmuraban cosas como “Filemón no va durar ahí, ese cojudo es un miedoso”.

Mi muchacho siempre había tenido temor de mirar a los muertos, ¿sabes desde cuándo? desde aquella noche en que me acompañó al velorio de su madrina y al acercarse a darle una mirada, no porque tenía curiosidad, sino porque el muy valiente quería demostrar a sus amigos que él tampoco le temía a los muertos, entonces dice que vio en el rostro pálido de mi pobre comadre, doña Gumercinda, un hilo de sangre, que en lugar de bajar por sus labios, subía rápidamente como si buscara un lugar dónde esconderse de la mirada de los curiosos. Pobrecito, hasta ahora recuerdo que esa noche tuve que acompañarlo a dormir.

El miedo que tenía a los muertos todavía era una cosa seria para mí, pero la necesidad de mantener los pocos ingresos que hasta ese momento había tenido con ese trabajo me hizo aceptar sin alharacas el traslado y me quedé callado cuando mi jefe me comunicó el cambio. Además, sabía que no podía ir a decirle a mi madre que dejaba mi trabajo porque le temía a los muertos, ella no lo habría entendido.

Claro que sí, imagínese, dejar un trabajo por esas tonterías, sobre todo en estos tiempos.

Bueno, yo sabía que tarde o temprano me tocaría ir a hacer limpieza en la sala donde estaban los cadáveres y de sólo pensarlo me daba escalofríos. Había visto algunas películas donde los muertos se levantaban y les cogían de las manos a los enfermeros y ellos corrían aterrados, pero ¡claro! sabía que no debía dejarme llevar por mis temores, por eso cuando conocí a don Cortegano, un viejo que sabía hacer su trabajo y que decía “hay que temer más a los vivos que a los muertos” y quien iba a ser mi compañero de trabajo, tomé la decisión de no contarle a nadie mis temores y menos a él.

Recuerdo que, cuando Filemón ingresó a trabajar le dieron una semana de gracia, como para darle tiempo a que se acostumbrara a la presencia de los cuerpos rígidos y silenciosos de los muertos, cosas a las que yo ya estaba acostumbrado, hasta que llegó la tarde de un sábado en que ingresó por primera vez a la sala de cadáveres. Yo acababa de pedir permiso porque tenía un compadre a quien velar.

Esa tarde prendí la radio que siempre había estado ahí y empecé mi tarea con la mirada prendida en el suelo, no tanto por lo que tenía que recoger sino porque no quería mirar los cuerpos que estaban sobre las mesas. Iba recogiendo algunos algodones ensangrentados, gasas y jeringas que dejaban tirado los forenses, hasta que me encontré con el cuerpo de una chica de unos diecisiete años, que llevaba colgando en el dedo gordo de su pie derecho una etiqueta con el código NN y cubierta solamente con una pequeña toallita sucia que apenas ocultaba su sexo. Dios sabe que al principio evité mirarla, pero la curiosidad por su desnudez pudo más que mis miedos. La miré, con la esperanza de que aquello pudiera ser un conjuro contra mis miedos y así descubrí la belleza de ese cuerpo que seguro antes se habría mostrado ante algún novio de paso y que, para su mala suerte, aquella mañana se había encontrado cara a cara con la muerte. Sentí pena por ella, no sólo porque tenía en su rostro pálido un aire de soledad que no logré sacármelo de la cabeza varios días, sino porque el código NN significaba que nadie en el pueblo la había reconocido y que, por lo tanto, nadie iría a reclamar por ella. Yo tenía miedo de morir así, como un absoluto desconocido. Así que esa misma tarde, pensé que no debía enfrentarse a la muerte con la vergüenza de no tener nombre y decidí llamarla Normanda Navas. Pensé que era lo único que podía hacer por ella. En el fondo me daba pena pero después no sé qué sucedió.

Al día siguiente, mientras yo limpiaba las oficinas vi a Filemón entrar a la sala. El cadáver de la muchacha todavía seguía ahí, aunque ya me había encargado yo de cubrirlo con una vieja sábana.

No sé qué me pasó pero el recuerdo de ese cuerpo frágil, indefenso y sobre todo hermoso me hizo retirar la sábana para volver a mirar su desnudez. Me quedé largo rato con la escoba en la mano mirándolo, de pies a cabeza y de cabeza a los pies, hasta que me animé a tocarlo. Lentamente, puse la escoba a un lado y acerqué mi mano hacia los erguidos pechos. Estaban fríos, pero no me importó. Primero, fue con algo de miedo, pero luego los acaricié –como nunca antes lo había hecho con ningún otro cuerpo- sintiendo aquella piel suave, que no me rechazaba como la idiota de Gina de que una vez me dijo que mis manos, todavía cubiertas de tictis, le daban asco. ¡Imbécil! Disfruté, sí, disfruté de cada rincón de aquel cuerpo que estaba sólo para mí, hasta que el sonido de unos pasos me hizo cubrir rápidamente el cuerpo de Normanda.

Mi cuerpo todavía seguía ahí, esperando nada más que alguien se apiadara y me diera el descanso que todo cristiano merece cuando el mismo tipo flaco y palidoso volvió para manosearlo nuevamente. Era indignante no poder hacer nada. Creí que todo terminaría ahí, pero luego un destello en su mirada hizo que adivinara lo que vendría. El maldito puso mi cuerpo en el suelo y sin más dio rienda suelta a sus impulsos reprimidos… y lo peor es que hubiera seguido haciéndolo si no fuera porque el viejo bueno que trabajaba con él lo sorprendió con las manos en la masa.

Menos mal que Filemón no se dio cuenta de que lo había estado observando durante varios días, yo ya sospechaba de sus demoras inusuales, sobre todo porque la primera vez que llegó, me di cuenta que en su mirada vivía la sombra del miedo, y por eso justamente me parecía extraño que se quedara más tiempo de lo normal, pero ¿sabes? lo que me llevó a aguaitarlo con mayor frecuencia fue cuando una tarde fui a la sala a recoger la chaqueta que me había olvidado y al pasar cerca de aquel cuerpo abandonado que ya merecía descanso noté que además del olor a cloroformo y la lividez que acompaña a los muertos había semen en la mesa y en el piso. ¡Hijo de puta! Se estaba aprovechando de la pobre muchacha, ya maliciaba algo.

No sé cómo me olvidé de limpiar, tal vez la agitación que me dominaba o quizás estaba confiado en que ya nadie se acercaría a un cuerpo que sólo esperaba la autorización del director para que fuera donado a algunos estudiantes de medicina. Pero, ese día, fui expulsado de mi trabajo y la noticia de que era un “necrófilo pervertido” se regó como pólvora por todo el pueblo. Mi familia avergonzada de tener lazos de sangre con un “depravado público” me rechazó. Sólo me dio pena mi madre pero creo que ella no sentía lo mismo, así que no tuve más remedio que dejar el pueblo. Un sentimiento de vergüenza mezclada con el recuerdo de sórdidos placeres me acompañaron en mi autodestierro.

Hasta ahora no entiendo qué pasó por la cabeza de mi muchacho, yo que lo había criado como buen cristiano. Ese día me invadió la ira, la vergüenza y sobre todo un dolor filoso se instaló en mi alma. Mi familia siempre había sido humilde, pero digna, así que sólo dejé que se fuera. Él tenía que aprender que los muertos merecen respeto.

Años más tarde cuando su vida se recompuso y encontró trabajo en nuevas tierras decidió que aquellos recuerdos debían instalarse en lo más recóndito de su memoria y les puso una cadena de hierro para que no se les ocurriera acercarse a las puertas de su memoria e intentaran mezclarse con su nueva realidad. Sin embargo, por más que luchaba, la tenacidad de esos recuerdos por mantenerse vivos hizo que su vida se convirtiera en una lucha permanente. Al principio pensó que se trataba de una paranoia que había ido creciendo en su vida como una carga de su conciencia, pero luego se convenció de que se trataba de una fuerza superior que podía controlar cada vez menos.

Sí, primero conquistamos su territorio onírico. Invadimos de tal modo sus sueños que no había noche en que soñara algo distinto a Normanda. Los entretejimos de tal manera que él se veía a sí mismo escapando de ella, corriendo entre las habitaciones de un hospital para que no la encontrara y aprovechando cada rincón para ocultarse, pero ella irremediablemente terminaba encontrándolo. Otro día, logramos que soñara que el único modo para que ella no lo encontrara era hacerse pasar por otro muerto y se echaba en la cama fría cubierto con una sábana blanca pero luego se descubría, sin saber cómo, echado junto al cuerpo de ella. Así lo hicimos al principio, pero cuando tuvimos la seguridad de que ya nos habíamos posesionado de una buena parte de su mente decidimos romper las cadenas con las que alguna vez nos retuvo ahí, muy dentro de sí, en contra de nuestra voluntad y dimos el paso final. Esperamos pacientemente a que llegara la noche, que se rindiera al cansancio y no pudiera más mantener los ojos abiertos. Entonces, sin esperar escapamos de nuestra prisión. Salimos desesperados, ansiosos por explorar una dimensión que nos había estado prohibida desde siempre y que ahora la teníamos ahí, frente a nosotros. Normanda fue la primera en salir, no porque lo hubiera exigido sino porque todos creímos que se lo merecía. Desde aquel día en que la vimos ingresar a nuestro mundo y se convirtió en uno de nosotros sentimos lástima por su condición y para redimirla no pensamos en otra cosa que no fuera su propia liberación.

Por eso, aquella noche infausta en que escuchó los ruidos Filemón se levantó en silencio creyendo que alguien había entrado a su casa y lo que vio lo dejó aterrado. Era él, haciendo cosas que ya había hecho antes, muchos años antes. Se frotó los ojos creyéndose aún dormido, pero las imágenes difusas de él mismo eran como si se hubieran multiplicado y tenía frente a sí a un Filemón niño, más allá, él mismo, sólo que dos años mayor. Todas estaban ahí, impávidas, indiferentes. Eran sus recuerdos, quienes se habían escapado del laberinto de su memoria, porque ya no soportaban vivir encerrados. Sin embargo no serían esas imágenes las que más sobresalto le habrían de dar aquella noche, lo que le faltaba ver en la sala contigua era la mayor evidencia de que lo que tanto temía era ya inevitable. La imagen de una joven que deambulaba en su sala, perdida en la maraña de lo difuso, iba no sólo observando con paciencia los objetos que estaban a su alrededor, sino que los iba oliendo de tal manera que parecía buscar en ellos un aroma guardado en su memoria. Su rostro fino y la delgadez de su figura no escondían la belleza de sus facciones ni la sombra del reproche en su mirada. Había venido desde muy lejos en busca de Filemón y ahora estaba segura de que estaba en el lugar indicado. Su intuición todavía intacta le daba esa seguridad. Era Normanda… o lo que quedaba de ella.



MENCION HONROSA I

Cuento : “…y supimos que papá ya no vendría”

Autor : Lourdes Puñal Aguilera

Lugar : Miami- EE.UU.

… Y SUPIMOS QUE PAPÁ YA NO VENDRÍA.





Me llamo Larissa y tengo diecinueve años. Nací en Miami, pero no fui concebida en esta bella y cosmopolita ciudad a la que llaman la capital del sol, sino en una cercana isla del Caribe de la que salió mi madre con apenas cuatro meses de embarazo, cuando yo apenas comenzaba a moverme en su vientre. Tal vez por eso, porque allí me concibieron, siempre he sentido que un intangible cordón umbilical me une al país donde nacieron mis padres.

Mi madre abordó un avión una tarde de agosto hace ya veinte años llevando en la mano una pequeña maleta en la que había acomodado sus dos mejores vestidos, que ya le quedaban muy apretados en la cintura, las fotografías de su boda, un diploma de la universidad, varios libros con las carátulas deterioradas y unas libretas donde escribía su diario. Ella llevaba un diario desde su adolescencia en una época en que ya no abundaban las personas con la costumbre de anotar sus vivencias cotidianas, pero mamá era un ser especial, diferente a todas las mujeres que he conocido. Yo guardo como un tesoro ese diario y todavía me emociono cuando releo sus manoseadas y amarillentas páginas a pesar de haberlo hecho tantas veces. Ella y yo estábamos muy unidas y cuando cumplí trece años me prestó sus viejos cuadernos. Desde que los leí comencé a desear fervientemente conocer la isla de la que tanto he oído hablar y donde todavía me quedan algunos parien¬tes.

Mi madre abandonó esa isla sola, con escaso equipaje y una tristeza infinita por¬que el hombre que amaba se quedaba atrás preso, en una enorme cárcel de elevadas paredes pintadas de gris situadas en la parte oriental, a pocos metros de la Carretera Central que atraviesa el país de oeste a este.

Mamá nunca me dijo el verdadero nombre de esa prisión. Siempre que se refería a ese lugar lo llamaba "Todo El Mundo Canta", un eufemismo usado por los vecinos de la zona. Era el nombre que tenía un popular programa de televisión al que acudían los afi¬cionados a cantar y los mejores recibían un premio. Allí, en "Todo El Mundo Canta" se quedó mi padre. Ella no quería dejarlo. Lo amaba profundamente y estaba dispuesta a ^%perarlo fielmente los cinco años de su condena, pero durante una visita conyugal que le concedieron, después que se amaron sobre la mugrienta colchoneta de la celda con la desesperación de los que llevan meses separados, papá le suplicó, casi le exigió que se fuera, que no perdiera la oportunidad de darle una vida mejor a! bebé que ya venía en camino. Le aseguró con esa fe y ese optimismo que dicen que sólo se posee en la ju¬ventud, que él buscaría la manera de reunirse con ella tan pronto recuperara la libertad.

Mi abuelo, el padre de mi madre, había salido de la isla hacía ya muchos años en un bote, cuando su hija era pequeña y nunca regresó. Mi abuela esperó noticias suyas en va¬no hasta que, perdidas sus esperanzas, se casó con un hombre mayor que quiso y cuidó a mi madre como si fuera su propia hija hasta que falleció a causa de los achaques de la vejez. Tres años después murió también mi abuela, todavía relativamente joven, fulminada por un tumor en el útero y casualmente ese mismo año, mil novecientos setenta y nueve, cuando el cuerpo de mi abuela ya se descomponía en la tumba, apareció sin avisar el gran ausente, cargado de regalos y ansioso de ganarse el cariño de su única hija. La mu¬jer con quien se había casado apenas llegó a Miami era estéril y mi abuelo que ya estaba en el umbral de la vejez, aprovechó el viaje que por primera vez le permitieron hacer a su país para tratar de convencer a la hija que había dejado gateando para que se fuera a vi¬vir con él. Le dijo a mi madre que se había convertido en ciudadano americano y que te¬nía derecho a reclamarla legalmente y ella estuvo de acuerdo. Desde entonces padre e hija mantuvieron una correspondencia regular y mamá recibía frecuentes regalos del extranjero, pero por un error burocrático los trámites de la petición demoraron algún tiempo. Mamá casi se había olvidado de aquella petición hasta que un día recibió una carta de la Sec¬ción de Intereses de Estados Unidos en La Habana. Se le notificaba que debía presentarse con pasaporte, examen médico, certificado de antecedentes penales y partida de nacimiento en la oficina consular porque allí tenían una visa para Azucena Ramos. Para entonces mi madre ya estaba casada y embarazada y mi padre languidecía en "Todo El Mundo Canta". Cuando mamá se lo contó a papá, sentados los dos sobre un camastro inmundo, en la semipenumbra de la celda, hablando en susurros para que el guardia no los oyera, mi pa¬dre la convenció para que se fuera prometiéndole que si después de cumplir su condena no le permitían marcharse por una vía legal, lo haría como pudiera, en lancha, en balsa o en cualquier cosa que flotara como habían hecho tantos de sus coterráneos.

A través de los años mucha gente le preguntó a mamá y después a mí por qué mi padre fue a parar a la cárcel, y a la mayoría de los que han preguntado, incluso a algunos que crecieron en esa isla alucinante, les cuesta creer que el delito que cometió Agus¬tín Claramont fue soñar en el sentido literal del verbo. Una noche mi padre tuvo un sue¬ño extraño, pero a diferencia de Nabucodonosor, el rey de Babilonia que no recordaba su sueño al siguiente día, papá lo recordaba perfectamente y cometió la estupidez de con¬tarle el sueño a un compañero de trabajo. Ese fue su gran error, porque ese compañero se lo contó a otro y ese otro que resultó ser un "informante", un "chivato", como se dice por aquellos lares, se lo dijo al jefe y este a su vez se lo comunicó al representante de Seguridad del Estado en la empresa. En cuestión de dos días mi ingenuo padre se en¬contraba ya en "Todo El Mundo Canta". Al cabo de tres semanas lo llevaron ante un tri¬bunal, le nombraron un abogado de oficio, le celebraron un juicio rápido y un juez le im¬puso la pena de cinco años de prisión por desacato a la figura del primer ministro y conspiración para atentar contra la empresa. Según me contaba mamá, papá era muy in-teligente, pero increíblemente confiado. Era como se dice en inglés, muy "naive" y por eso cometió la tontería de hablar de su sueño, a sabiendas de que en aquella isla la gente tiene que tener cuidado con lo que sueña y sobretodo de contar lo que sueña. Lo cierto es que mi papá era un joven decente y sin malicia, que no se metía en problemas e in¬capaz de dañar a nadie. Él y mamá se conocieron en la universidad mientras él estudia¬ba ingeniería mecánica y ella licenciatura en Lengua Inglesa. Se enamoraron, se casaron enseguida y las únicas aspiraciones de ambos eran graduarse, trabajar y tal vez algún día, si la petición de visa que había hecho mi abuelo se concretaba, marcharse de la isla en busca de mejores oportunidades económicas, pero papá soñó, y como no se cansaba de repetir mamá, cometió la tontería de contar su estúpido sueño.

¿Y qué fue lo que soñó papá ?. Dice mamá que aparentemente fue algo relacionado con la muerte de un encumbrado personaje, la exhibición de su piel en un museo y el cie¬rre de la empresa, algo totalmente onírico y sentido. Dicen que a veces las personas sue¬ñan cosas raras, kafkianas, que no tienen nada que ver con el mundo real. Retazos de conversaciones, de pensamientos, penetran en el cerebro y cuando la persona está dormida y ya ha descansado lo suficiente, el misterioso órgano se pone a trabajar de nuevo y mez¬cla, como si fuera una licuadora, todas las impresiones en una ilógica amalgama, formando esas fugaces imágenes que son los sueños. Así fue como papá tuvo un sueño extravagante, se le ocurrió contarlo, lo interpretaron a su manera y terminó en "Todo El Mundo Canta".

Mi madre se marchó de la isla con el corazón destrozado y decidida a esperarlo todo el tiempo que fuera necesario.

Al llegar a Miami vivió con mi abuelo y su esposa por un tiempo y cuando yo tenía dos meses de nacida comenzó a trabajar en una librería de la Calle Ocho del Suroeste de la ciudad y alquiló un diminuto apartamento en la esquina de la calle Flager y la Treinta Ave¬nida. Mi abuelo le pidió que se quedara a vivir con ellos, pero ella decidió independizarse porque yo era una bebé muy llorona y mamá comprendió que a pesar de su amabilidad, a la esposa de mi abuelo le molestaba mucho el concierto nocturno que yo armaba cada noche cuando tenía hambre o estaba mojada. Mi pobre madre ganaba muy poco vendiendo libros y para agravar las cosas tenía que pagar para que me cuidaran; sin embargo, como era organizada y buena administradora no sufrimos grandes carencias. Además, mi abuelo nos visitaba dos o tres veces por semana y siempre nos traía oportunos regalos, como fru¬tas frescas, pan, leche y hasta pañales desechables y ropitas para mí. A mamá le encanta- taba su trabajo en la librería porque siempre había sido una incansable lectora y allí le quedaba tiempo para leer. Siempre me comentaba que no se murió de tristeza gracias a mí y a su empleo. Cuando la ausencia de papá se le hacía insoportable se enfrascaba en la lectura de algún libro que tomaba prestado de la librería y sumergiéndose en el relato de otras vidas, olvidaba un poco la tragedia de la suya. Los libros le ayudaron a sobrellevar su soledad y desde muy temprano trató de inculcarme el hábito de la lectura. Uno de los re¬cuerdos más entrañables de mi infancia es el de la figura de mi madre acostada junto a mí leyéndome en voz alta, al principio cuentos infantiles como Pulgarcito y La Cenicienta, y a medida que fui creciendo libros de acuerdo a mi edad. Aunque mi madre era licenciada en Lengua Inglesa me leía en español para que no perdiera fluidez en mi lengua materna. - Ya tendrás tiempo de aprender inglés cuando vayas a la escuela. - me decía. A los seis años yo leía perfectamente el idioma de Cervantes y me sentía orgullosa de mi recién ad¬quirida destreza.

Mi abuelo le regaló a mi madre un viejo Volvo que ya no usaba y la enseñó a con¬ducir. Ella se adaptó pronto al nuevo país pero nunca pudo olvidar a papá. Pasaba mucho tiempo escribiéndole largas cartas de las que jamás recibió respuesta. En ocasiones yo me despertaba en la madrugada porque oía los sollozos de mi madre. Le preguntaba por qué lloraba y ella invariablemente me contestaba lo mismo:

- Extraño a tu padre, Larissa. Daría lo que me queda de vida por tener noticias de él.

Yo la abrazaba, me acurrucaba contra ella y lloraba también por la ausencia de ese padre al que nunca conocí. Entonces ella trataba de consolarme diciéndome que él ven¬dría algún día a reunirse con nosotras.

Así pasaron siete años durante los cuales mamá no cesaba de preguntar a todos los que llegaban de la isla, si sabían algo de Agustín Claramont que había quedado detrás de los muros de "Todo El Mundo Canta", pero nadie le dijo nunca nada.

Mamá intentó varias veces viajar a su país para investigar pero sus gestiones fueron in¬fructuosas porque durante los años ochenta y la primera mitad de los noventa, a los que habían salido de la isla después de mil novecientos setenta y ocho no se les permitía vol¬ver a entrar ni siquiera para visitar a familiares moribundos.

El 20 de Diciembre de 1991 mamá y yo supimos que papá jamás vendría y que tampoco contestaría nuestras cartas. Nos enteramos por casualidad en una clínica vete¬rinaria. A las dos nos gustaban los animales ya pesar de vivir en un apartamento muy pequeño le pedimos permiso al dueño de la propiedad para traer una gatica que me había regalado un amiguito de la escuela. Tenía solamente un mes de nacida y la ali¬mentamos dándole leche con un gotero. Mamá empezó a llamarla Lisistrata, un nombre que a mí me parecía demasiado largo y feo, pero ella insistió y como la gatica venía corriendo cuando ella pronunciaba ese nombre, la seguimos llamado así.

Cuando Lisistrata entró en la adolescencia todos los gatos del barrio querían tener amores con ella y venían a visitarla por la noche. Los ruidos, los maullidos, las carreras sobre el tejado, las peleas entre los pretendientes y las protestas de Lisistrata, que empe¬zó haciéndose la mojigata y terminó siendo muy promiscua, acabaron con la paciencia del dueño que nos dio un ultimátum: o se iba Lisistrata o nos teníamos que ir nosotras. No podíamos deshacernos de la gata que era parte de la familia, pero tampoco podíamos per¬der un apartamento barato y cerca del trabajo de mamá y de mi escuela, así que decidimos desbalancear nuestro reducido presupuesto y llevar a Lisistrata al veterinario para que la esterilizaran. De esa forma no habría más romances nocturnos sobre el tejado ni más embarazos no deseados.

Probablemente debido a su extrema juventud, Lisistrata parió tres gaticos muertos y a

ios pocos días ia llevamos a la clínica veterinaria más cercana para que la operaran y allí precisamente encontramos a alguien que había conocido a papá y sabía con certeza lo que le había pasado.

El veterinario tenía un ayudante, un pariente de su mujer recién llegado de la isla que se ocupaba de anotar los datos de los pacientes, de pesarlos, sujetarlos y si era necesario recoger los excrementos. Ese señor parecía muy feliz con su trabajo, no ce¬saba de sonreír y conversaba con todos los presentes en el salón, incluyendo a los animales a los que hablaba como si pudieran entenderlo. Cuando llegó nuestro turno me preguntó con una amplia sonrisa en su cara ancha y simpática.

- Preciosa, ¿cómo se llama tu gata?

- Se ¡¡ama Lisistrata.

Soltó una carcajada, me miró divertido y me dijo:

- ¿ Y el apellido ? El Doctor me dijo que anotara también el apellido, la dirección y el teléfono de todas las mascotas.

-Yo no sabía que los gatos tienen apellido, pero si usted lo ordena le pondremos uno. El apellido de mamá es Ramos, pero yo llevo el apellido de mi papá así que ponga en el registro Lisistrata Claramont.

Mamá estaba a mi lado escuchando y a punto de soltar la risa pero sin intervenir en la conversación.

- Claramont. Ese apellido es tan inusual como el nombre de la gata, pero yo tuve un amigo que era de apellido Claramont. Tal vez era familia de ustedes.

Miré a mamá y observé que se había puesto pálida y que sus bellos ojos, agran¬dados por la expectación interrogaban al hombre sin palabras. Él había dejado de bro¬mear y su voz y su expresión denotaban seriedad y tristeza.

- Lo conocí en la prisión y se llamaba, porque murió, pobrecito, Agustín Claramont.

Mamá se tambaleó y el señor sosteniéndola por los hombros la ayudó a sentarse. Después le sirvió un vaso de agua que ella bebió con rapidez. Aparentemente se sintió mejor, pero comenzó a acosar con preguntas al empleado urgiéndolo a que le contara todo lo que sabía.

- ¿Cómo y cuándo murió?, ¿en qué prisión lo conoció? ¿está seguro de que ese era su nombre?, ¿cómo era su amigo ?, ¿ qué edad tenía?.

Yo lo presenciaba todo con mis ojos infantiles y trataba de no perderme detalle de aquella conversación mientras aún sostenía en mis brazos a Lisistrata que se había que¬dado muy quieta y nos miraba a todos como si percibiera la trascendencia de aquellos momentos. Recuerdo que tuve la certeza de que ese hombre que había muerto en la cárcel no podía ser otro que mi padre.

- ¿Por qué se ha alterado tanto señora ?, ¿era un familiar cercano ?.

- Mi esposo se llamaba Agustín Claramont. Cuando vine para este país hace siete años lo dejé preso. Yo no quería abandonarlo pero él me convenció para que viniera.

Mi madre comenzó a hablar despacio y calmada como hacía siempre; sin embargo, a medida que su relato avanzaba la voz se le quebraba y sus ojos se llenaban de lágrimas Las demás personas que esperaban su turno en aquella habitación habían interrumpido sus charlas y nos miraban con curiosidad, tratando de escuchar lo que hablábamos. Hasta las mascotas guardaron silencio.

- Mi esposo era un joven alto, rubio, de ojos verdes, simpáticos y buenos. Tenía un título de ingeniero, pero trabajó muy poco tiempo en una fábrica de cortadoras de caña porque tuvo un problema con las autoridades por algo ridículo y patético que no quiero contarle ahora y lo condenaron a cinco años. Cuando salí lo dejé en una prisión en Oriente a la que la gente llamaba "Todo El Mundo Canta".

El empleado de la clínica veterinaria la interrumpió emocionado.

- Tiene que ser él. No tengo ninguna duda. Yo lo conocí en esa prisión. Le echaron cinco años porque tuvo un sueño y lo contó. ¡Se dice y no se cree !. Estupenda perso¬na que era su esposo, señora, manso pero con tremendo coraje. Hablaba de usted constantemente y del bebé que según él, pronto tendría edad para ir a la escuela, y especulaba sobre el sexo del bebé porque ni siquiera eso sabía. ¡ Qué chiquito es el mundo Dios mío !.

- Dice usted que él murió. Cuéntemelo todo por favor. Hace más de siete años que no tenía noticias de mi esposo. ¿Cómo murió ?. Escribí montones de cartas a él y a su ma¬dre pero nunca me contestaron.

- La madre de Agustín murió poco después de marcharse usted. Me lo contó él mis¬mo. La casa en que vivía se la dieron a otras personas. Me dijo que era una casa muy buena. Si el cartero dejaba las cartas allí probablemente las echaban a la basura o se las entregaban a las autoridades.

- Sí, eso me lo sospechaba. Ella estaba enferma del corazón. Mi esposo quedó huérfa¬no de padre a los doce años y tampoco tenía hermanos. Era una familia muy corta. Hábleme de la muerte de Agustín, por favor.

La voz de mi madre se volvió aún más trémula y ansiosa. Miró a su alrededor avergonzada y pidió perdón a los presentes. Tanta fue su sorpresa y su emoción que había olvidado a las demás personas que estaban allí. Eran dos mujeres y dos hombres, todos mayores de sesenta años que esperaban también al Doctor para operar a sus mascotas. Estaban absortos en la historia y hablando al mismo tiempo dijeron que no les importaba esperar, que no tenían ningún apuro. El empleado prosiguió su relato.

- Le faltaban seis meses para salir, señora. Tenía muchos planes. Estaba muy ilusiona¬do y contento. Decía estar completamente seguro de que usted lo esperaba fielmente. Por eso me pareció tan raro cuando me dijeron que "el francés" se había suicidado.

-¡No puedo creer eso!-exclamó mamá-Agustín no era de la clase de personas que se quitan la vida. Era optimista por naturaleza. Amaba la vida. Tenía la certeza de que algún día nos reuniríamos. Era un hombre de fe y faltándole solamente seis meses para salir.... ¡ no lo creo, sabe, no lo creo!.

Mi madre rompió a llorar. Alguien le alcanzó otro vaso de agua y cuando ya estaba más tranquila, el ayudante de veterinario continuó habiéndole:

- Eso fue lo que dijeron, pero algunos dudamos. Había varios guardias que le tenían roña y envidia porque "el francés", además de ser un hombre muy bien parecido y culto, era lo que se dice un tipo con clase y carisma, una de esas personas que nunca pasan inadvertidas, ni siquiera en un sitio como aquel. También era "muy echao pa alante", le cantaba las cuatro verdades al que fuera, sin perder la compostura, con una tranquilidad y unos argumentos que impresionaban y tenía una moral a toda prueba. Una persona así despierta admiración y afecto en algunos, pero envidia en otros. La humanidad es como es, señora. Pero lo que sí le puedo asegurar es que está muerto porque yo alcancé a ver su cadáver cuando se lo llevaban. Agustín era mi amigo. Yo lo lloré, señora, y no fui el único. Casi todos los presos queríamos al "francés". Le decíamos así por el apellido.

- Le agradezco mucho que usted me haya dicho toda la verdad. Es muy triste, pero ya sabemos a qué atenernos. Es preferible una certeza, por cruel que sea, a vivir en la in- certidumbre. No me ha dicho su nombre todavía.

- Ramón Zambrano para servirles

- Mi nombre es Azucena y la niña se llama Larissa.

Ramón nos estrechó la mano y así comenzó una amistad que todavía perdura y que sido mi mayor sostén en tiempos difíciles como lo fue también para mamá. Después se llevó a la gata para que la operaran y antes de que nos marcháramos le dio a mi madre su número de teléfono.

Así fue como supimos por qué las añoradas cartas de papá nunca llegaron y que ya nunca llegarían. Pasó el tiempo. Mi madre se dedicó a trabajar y a criarme. Nunca se casó porque no pudo olvidar a mi padre. El año pasado ella y mi abuelo murieron juntos en un terrible accidente. Tengo diecinueve años y me he quedado sola. Por eso quiero ir a visitar a los pocos familiares que me quedan en esa isla de dónde me fui sin pagar el boleto de avión porque estaba escondida en el vientre de mamá. Papá no se enterará de mi visita porque los muertos nada saben. No obstante, yo buscaré la tumba dónde está enterrado y pasaré frente a ese sitio al que llaman "Todo el Mundo Canta". Allí comenzó mi vida y allí murió papá. Será como un reencuentro con mis orígenes.





MENCION HONROSA II

Cuento : “Crónica de atardecer”

Autor : Roger Richrad Baldeviano Vidalón

Lugar : Comas-Lima-Perú



CRONICA DE ATARDECER





En la selva de su propia indiferencia, liberada de complejos y culpas, pero también vertida en sí, espejo de ella misma, sin perder su vínculo con la ficción que había emprendido, porque el pecado le hacía patente su más intima esencia.



S. Salazar Bondy “El cisne en el estiércol”





I



Una vez más aquí, piensa Rodrigo, mientras pide una habitación en un motel y un joven le extiende la llave del cuarto del tercer piso, como ya era de costumbre, mostrándole una sonrisa cómplice. Al notar las escaleras su mirada se fija en ellas como quien reconoce el camino que lo conducirá a su destino. Se nota intranquilo pero con una sola idea fija en su mente: ¡hoy tengo que decírselo! Extiende su brazo derecho, coge la llave algo inseguro y quedose un momento parado en esa actitud estatuaria. La indecisión de seguir adelante paraliza su cuerpo. El joven, de cabello alborotado, tras el silencio que se tornaba eterno, le atrajo la curiosidad de su extraño comportamiento. En un esfuerzo por aligerar el ambiente solo atina a decir: lo están esperando. La incomodidad de Rodrigo fue inevitable. Al intentar disimular su estado, dirigió su mirada al viejo espejo colgado justo detrás del muchacho de la recepción, al distinguir el reflejo de su rostro, resaltaron rasgos inquietantes en él: sus pómulos de trazos toscos y su firme quijada son características ajenas a su ser pero curiosamente familiares. Al reaccionar, esboza una pequeña sonrisa con el fin de ocultar aquella imagen perturbadora de su semblante. Raudamente se apresuro a subir a su cuarto reservado para él como todos los viernes a las 12 de la noche. Exactamente cuando las calles dejan de ser ruidosas, los murmullos se apaciguan y las miradas se pierden bajo la oscuridad de las calles.



Al ingresar a la habitación una sensación extraña invade su cuerpo: quizás el extraño aroma a lujuria que se destilaba por toda la habitación, o por los gemidos incesantes que se filtraban por las delgadas paredes que provenían de las habitaciones contiguas. La idea de salir del lugar se hacía cada vez más fuerte.



¿Te quedarás ahí parado?, pregunta Marissa con una voz suave, dulce y en un tono sarcástico, mientras se desnudaba delicadamente, prenda por prenda hasta quedar sin ninguna tela que cubra su perfecta y delicada piel. Ella empieza a notar algo raro en él. Perturbada y temerosa: ¿Estás bien? ¿Sucede algo? Pregunta tal vez un poco ingenua pero necesaria ante una situación inquietante para ella. En esos momentos su sonrisa desaparecer.



Rodrigo al no reaccionar fija su mirada en el rostro de Marissa buscando evocar alguna frase ingeniosa que la cautive aun más y a su vez oculte su actual estado ante ella.



¡No me digas que…! ¿Ya lo sabe?

No, Marissa, no, no es eso

Pues ¿qué es?

Rodrigo da unos pasos por la habitación mientras sus manos forman dos grandes puños intentando obtener la fuerza de decirle lo que piensa.

Esto, Marissa, esto

¿Y qué es?

Esto que es todo y nada a la vez. ¡El mundo!, no lo entiendes ¡estoy harto, aburrido, cansado de todo esto!



Sin decir más se dirigió a la ventana tratando de disimular su frustración de no poder habérselo dicho.



Marissa solo calló pensando que era eso ya suficiente, pero la intuición femenina se equivoca de vez en cuando. Tiende su fina mano, blanca y fría como la nieve, coge la mano de Rodrigo mientras que este se interroga de su marcada cobardía ante ella; la estrecha con la suya, que en ese momento temblaba casi inapercibido. Al coger su mano, Rodrigo, lo besa cariñosamente. Marissa con una lágrima en su mejilla besa a Rodrigo como nunca antes mientras su corazón late violentamente y sus cuerpos se sumergen en una ola de pasión que era ya incontrolable.



Fue en ese momento que el corazón de Rodrigo se tranquiliza. Intentaba mantenerse en calma, pero fue acaso que al escuchar la voz de Marissa las compuertas interiores estallaron en una equilibrio interno. Sus mejillas se ruborizaron, apago las luces mientras se acomodaba en la cama y sus manos comenzaron a explorar aquel cuerpo cuya perfección no se asemejaba a ninguna otra.



En la cama, después de unas horas, Rodrigo, se recuesta en los pequeños senos de Marissa, buscando olvidar la propia utopía que vivía. Solo un pequeño ti tac, tic tac se escucha por la habitación que comenzaba a tornarse molesto para Rodrigo. Tic tac, tic tac, tic tac una y otra vez que lo sumergía en un mar de recuerdos.



El siempre es un hombre estricto, chapado a la antigua, me enseño a respetarlo y a seguir sus reglas intento imponerme a ser como él, un militar más; me decía. Pero yo no soy como él. Eso lo entendí muy bien y todo empezó aquel día que dejándome llevar por la curiosidad y mi deseo de aventura entre a aquellos bares donde conocí a Marissa.



Al verte supe que eras distinta a las demás, siempre con tu copa de vino y un libro distinto cada semana. Me propuse conocerte y ahora henos aquí. Su mirada recorría los alrededores de la habitación. ¿Y ahora qué? Se dice, las cosas suceden y se salen de control. Aquí somos Uno y afuera somos extraños. Su mirada refleja las maldiciones dirigidas a su padre, sus amigos, al mundo. ¡A la mierda todo! ¡A la mierda! ¡Tengo que decirle! Ya eh callado mucho tiempo necesita saberlo como yo de escucharlo de ella. Los deseos de despertarla se hacían más fuertes. Su mente está decidida pero su cuerpo no le obedece.



Siente oprimirse ante el suplicio; entran furiosas ganas de levantarse, pasearse por la habitación aquella, dar manotadas en el aire, gritar, hacer locuras de circo, olvidarse de que existía. Sus ojos se llenaron de fuego al mismo tiempo que la extraña imagen de su rostro de aquel espejo de la recepción se apodera de su mente. Su mente, fuera de sí, se aferro a aquella imagen a tal grado que por unos instantes, Rodrigo, siente que aquel rostro se apodera de él, que lo consume, lo aprisiona en su reflejó buscando su libertad. Siente como su rostro cambia; su peso, su forma, sus rasgos. Su rostro ya no es suyo. Cerró los ojos con fuerza, mientras su mano, cual reflejo, coge el brazo de Marissa que disipa la niebla de confusión que le envolvía. Perturbado y asustado decide ponerse de pie con el fin de no perder la poca cordura que aún le queda.



Se levanta de la cama y sus ojos se detuvieron, casi de inmediato, a observar la figura de Marissa acostada en la cama. Una imagen indescriptible se apodera de la figura de Marissa y una sensación confusa apresó su pecho. ¿De envidia? ¿De celos? ¿De repugnancia? ¿De amor? No lo sé.



Me convertí en el protector de tus sueños. Te suena tiernas estas palabras sin embargo es crueldad pura para mí, al verte dormir tan indiferente a este transitar del mundo. Rodrigo, buscaba una salida fácil, una víctima y un culpable, vertír su carga en hombros ajenos. Fue entonces cuando, en su imaginación, la imagen de la almohada enzima del rostro de Marissa se torna tan sensata, tan coherente, que podía sentir sus brazos imprimiéndole la fuerza en ellas. Y tuvo miedo, como un niño en la oscuridad.





II



Decidió dirigirse al baño, cogió su pantalón y sus zapatos y salió de la habitación tratando de no hacer ruido. Al salir recorrió el pasadizo tres habitaciones delante para poder llegar a su destino. El piso de madera, propia de las casas antiguas, resultan incomodas por los incesantes crujidos, casi molesto, que generan al transitar por él y que anuncia su presencia a los inquilinos de su alrededor. Al llegar intentó, fallidamente, en encender la luz, ingresando, ayudado por un tenue rayo de luz que se filtraba por la ventana de la habitación y cerrando la puerta tras de él. Se lavo la cara, tomó un respiro e intento buscar un poco de tranquilidad.



Miró en torno suyo y encuentra, curiosamente, aquel espejo de la recepción del motel. Su borde resplandecía debido al tenue rayo de luz que apenas logra alcanzarlo. ¡Es el mismo espejo! ¡No puedo equivocarme! Decía esto mientras el miedo paralizaba toda función de su cuerpo. Tenía más miedo a lo que llegara ver como reflejo que al objeto mismo. Se acerco lentamente. Al reflejarse todo parecía normal excepto, por una cierta expresión ladina en los ojos y una crispada mueca de hipócrita en los labios. Rodrigo empezó a temblar.



Su imagen empezaba a cambiar, siendo más notorios que antes, su quijada y pómulos resultan para Rodrigo lo más resaltante. Los rasgos tan varoniles y bien marcados representan todo aquello que se negaba a reconocer. La imagen no concretaba una forma fija pero se torna cada vez más clara para Rodrigo, sus ojos encajaron las piezas de tal forma que puede simbolizar al objeto. ¡Es mi padre!, al decir esto su rostro se baño de sudor. Una sombra de duda cruzo por su mente. Su desesperación por encontrar una respuesta empezó a divagar en múltiples posibilidades que negaran la primera. ¿Será la manifestación de todos mis miedos?, o ¿será el producto de representar papeles qua a veces uno arrastra?, ¿quizás será dios que impulsa al hombre a decir sus pecados? Se alejaba más y más del espejo y sin embargo la imagen se mantenía inerte. Al no poder más un grito de furor salió de sus labios mientras sus manos cogían un objeto cualquiera y la arrojaba hacia el espejo ocasionando que se rompa en mil pedazos. El grito, aterrador, se mezcla con el crujir de los vidrios que se perdían entre las calles frías y vacías de la ciudad; y en los muros del pasadizo del motel de cuyas puertas se encontraban siempre cerradas.



III



Al salir del baño, se dirigió a su habitación rápidamente tratando de no mirar atrás. Al ingresar a su habitación le invadió un agotamiento repentino, profundo que consumía su puerto haciéndolo débil y pesado. Se dirigió a la cama donde se encontraba aun dormida Marissa. Casi un zombi la contempla y extrae de ella un desbordante optimismo, una seguridad que se trasmitía casi de inmediato, una placidez casi divina, nunca experimentada con ninguna otra. Al recordar las palabras de amor, proposiciones y promesas rotas por el destino supo que ahora todo era diferente, en ese momento, en ese instante, en esa pequeña habitación, Rodrigo, nunca más seria el mismo.



Las horas seguían su curso y con ellas el amanecer que anunciaba su pronto regreso acompañada de una cruda realidad. Una realidad absurda e hipócrita a la que está obligado a volver.



Rodrigo se mete bajo las sábanas. Un aire frió se escurrió por la habitación. Apretó las sábanas sobre su pecho, al no dar resultado, se acurruca junto a Marissa esperando calor y protección, ocultando su rostro en los senos de ella, cierra sus ojos arrullado por los latidos del corazón. A medida que pasaban las horas Rodrigo comienza a dejarse llevar por el silencio y la oscuridad de la noche, perderse en un lugar que no era el del edificio de paredes de ladrillo, ni el de la perversa memoria que lo acosaba sin descanso.



Cuando apuntan los primeros rayos del sol, Rodrigo se despierta y despierta a Marissa: es hora de marcharse, le dice, mientras recogía la ropa que se encontraba dispersa por toda la habitación. La voz de Rodrigo tiene un tono más relajado, tranquilo.

Marissa quiero decirte algo: yo, yo… En ese momento ella lo detiene y con una voz delicada le dice: no es necesario que me lo digas al menos no por ahora. Rodrigo cerró los ojos y calló. Tal vez Marissa sabía de antemano lo que quería decirle, quizás solo no quiso escuchar noticias desagradables o quizás sencillamente no quiso escucharlo. Al divisar la silueta de Rodrigo supo que ya no era el mismo, que nada sería lo mismo: Ahora todo tenía sentido, algún día tuvo que terminar, ella ya no sería ella, este era nuestro destino: Se dice esto mientras sale de la habitación y una lágrima se pierde en el entorno.



Rodrigo sale primero mientras Marissa paga la cuenta. El joven, de la recepción, se le quedó prendido mirándola, una mirada de esas que uno no puede controlar, fija sobre un punto. Marissa, quien no puede ocultar su incomodidad, saca el dinero y le sonríe perturbada del extraño comportamiento del joven.



El joven solo reacciona a sonreír, forzosa, incomoda e irónicamente, su mirada agachada, no puede contenerse en fijarse en aquella pequeña protuberancia extraña que emana de la fina garganta de Marissa.



Al salir, Rodrigo mira su reloj y comenzó a contar los minutos que faltaban para el viernes próximo.



MENCION HONROSA III

Cuento : “Para siempre en nuestra memoria”

Autor : Jhony César Ruiz Ballena

Lugar : Huanchaco-Trujillo-Perú





PARA SIEMPRE EN NUESTRA MEMORIA

Se marchó al correo, temprano y en silencio. Acaso alguna corazonada impulsaba la prontitud de sus pasos.

Nosotros todavía estábamos acostados.

Juan, nuestro hermano mayor, desde hace más de un mes no se comunicaba con nosotros. Y desde entonces no sabíamos nada de él, absolutamente nada. La preocupación de mamá fue creciendo conforme transcurrían los días. A veces, en las noches, la escuchábamos sollozando en su habitación. Otras veces, al atardecer, cuando nos encontrábamos sentados a la mesa, veíamos caer gruesas lágrimas por sus mejillas. Y nosotros también sentíamos pena: por la tristeza de mamá, por el hermano ausente. Todos los días, durante la última semana, ella iba muy temprano al correo, aunque la atención todavía se iniciaba a las ocho de la mañana.

Mamá regresó alegre. Ni siquiera nos regañó al notar que aún no encendíamos el fogón para preparar el desayuno.

¡Llegó carta del Juancho!, exclamó emocionadísima y me alcanzó el sobre.

“¡Tú que sabes leer!”.

Leí las primeras líneas:

Lima, 25 de marzo de 1990

Querida mamá:

Espero que al recibir estas palabras, te encuentres bien de salud y en unión de mis hermanos Pancho y Goyito.

Mamá, ya terminé mi preparación y hace días he comenzado a trabajar.

Recién me han informado que estoy destacado para Huamachuco, por eso llegaré el lunes de la próxima semana…

Apenas mi voz se silenció, todos estallamos de alegría. Cogimos a mamá de las manos y, en ronda, nos pusimos a cantar:

¡Juan, Juancho carrancho! ¡Juan, Juancho carrancho!



* * * *



Nuestro hermano siempre había vivido con nosotros; bajo el mismo techo fuimos creciendo. Después de la muerte de nuestro padre, mamá trabajaba todo el día y nos dejaba bajo su cuidado. Él cocinaba y nos asistía con dedicación, como un verdadero papá. No nos permitía salir a la calle ni realizar travesuras. Sin embargo, en las tardes, aprovechando que se iba al colegio, trepábamos la pared del corral y, corriendo, nos alejábamos por las calles que avanzan hasta el río. No sé por qué extraña razón, pero, en esa etapa de nuestras vidas, para Goyito y yo el río se convirtió en un lugar fascinante. A él siempre apuntaban nuestros pasos. Allí nos deleitábamos chapoteando en la corriente cristalina o turbia, saltando sobre las piedras, moldeando objetos de barro, lanzando piedrecillas a los pájaros que se acercaban a beber agua de la orilla. Retornábamos a casa cuando la claridad se escondía tras los cerros. Otra vez trepábamos la pared y ya estábamos adentro, como si nada hubiera sucedido. Y así fue por mucho tiempo, hasta cuando se perdió el “Corioco”, el gallo más engreído del corral. Juan retornó del colegio y se percató de la ausencia del ave. “¿Dónde está?”, nos preguntaba insistentemente, mientras buscaba entre las jaulas. Nosotros nada más nos alzábamos de hombros, asustados, sin saber qué contestar. Estuvimos preguntando a los vecinos, pero nadie nos dio razón. Se perdió para siempre. Mamá regresó en la noche y, al enterarse, nos aplicó una buena zurra: a Goyito y a mí. “¡Dónde viven que no cuidan los animales!” Le confesamos todas nuestras fugas, también le prometimos nunca más dejar sola la casa. Sin embargo, después, aunque solamente cada cierto tiempo, atábamos bien a los animales y nos marchábamos al río. Esta vez seguros de que al volver a todos los encontraríamos en el corral y entonces ya nada doloroso nos sucedería.

Uno de los hermanos de papá, el tío Samuel, vino de Lima cuando Juan cursaba el quinto de secundaria. Durante los pocos días de su estadía en Huamachuco, dialogaba mucho con nuestro hermano y con mamá. Lo acompañamos hasta la agencia de transportes la tarde en que partió. Cuando estaba por subir al ómnibus, tendió la mano a Juan en señal de despedida:

“Hijo – le manifestó – a fin de año te envío para los pasajes. Esfuérzate, estudia. Cuando vayas a Lima te apoyaré en tu ingreso a la policía”.

“El Juancho se irá”, pensé al oír esas palabras y sentí un desgarro fuerte en el corazón.



Pronto llegó diciembre. Y la lluvia, aunque tardíamente, también llegó a la región. Y era hermoso ver cómo los cerros, las pampas, los valles, se tornaban verdes. Era hermoso encontrar todas las mañanas el rocío cuajado entre las hojas de las ramas y la hierba. Pero también era triste ver el cielo casi siempre gris, las calles despobladas, el horizonte limitado por las nubes oscuras.

Juan pasó la navidad con nosotros, pero dos días después viajó a Lima. Nos dejó en profunda tristeza. En el hogar lo queríamos bastante. Mamá tardó varios meses en recuperarse de su melancolía, pero la esperanza, esa esperanza en que su hijo mayor sea profesional, se convirtió en el elemento central de su resignación.

“Después de todo, se alejó para ser algo en la vida”, la oíamos decir, y en la profundidad de su mirada materna se vislumbraban los signos del alivio.

El tiempo transcurrió como el agua que discurre por las quebradas: veloz y presuroso. En casa, después de dos largos años, ya esperábamos el retorno de Juan.

Antes de su llegada, en la noche, no pudimos cerrar los ojos. A mamá la escuchamos deambular por su habitación. Goyito permaneció acostado en silencio, contemplando las estrellas que se veían por los agujeros del techo.

“¿El Juancho es policía?”, me preguntó en la madrugada.

“Si Goyito”.

Y nos quedamos nuevamente callados, esta vez oyendo los ajetreos de mamá en la cocina.



* * * *

Eran los primeros días de abril y la lluvia todavía persistía, aunque ya débil y esporádica, pero el verdor llegaba a su mayor apogeo.

Desde el eucalipto del corral, desde sus ramas más elevadas, podía verse la hilera de casas asentadas arriba del Puente Grande, en la entrada al pueblo. Entre esas casas desciende una calle estrecha, larga, curva, y, atravesando el puente, avanza hacia el centro de Huamachuco.

Desde temprano estuvimos esperando en la agencia de viajes. Tarde, muy avanzada la mañana, llegó el ómnibus. La gente bajaba en orden, con sus equipajes en las manos. Vimos descender a todos, pero nuestros ojos no percibieron al viajero esperado. Con gran tristeza permanecimos contemplando el vehículo vacío; viendo cómo, entre abrazos, sonrisas y palabras afectuosas, la gente que también estuvo esperando se reencontraba con sus familiares.

Cuando ya no íbamos, una voz nos detuvo:

“¡Mamá, Goyito, Pancho!”

Volteamos rápido. Y allí estaba él, frente a nosotros, tan distinto a cuando se fue. Era, indudablemente, un hombre pleno, y seguramente por eso no lo reconocimos mientras descendía del ómnibus.

Lo abrazamos fuerte. También reímos.

Mamá lloró.





Juan trabajaba en la comisaría cercana a la casa, en turnos de día o de noche. Cuando laboraba en el día, mamá se levantaba temprano: desde la madrugada la oíamos en la cocina, desplazándose de un lugar a otro, haciendo sonar los objetos, tarareando alguna antigua canción. Desde la cocina, aunque débil, nos llegaba el calor del fogón, atenuando el frío del amanecer. Cuando le correspondía el turno de la noche, mamá lo esperaba en la mañana con el café listo y caliente.

Desde su retorno, nuestro hermano asumió todos los gastos familiares. Mamá entonces dejó de trabajar y se dedicó enteramente al hogar.

A fines de abril retorné a la escuela, las vacaciones habían culminado. Cursaba el segundo grado de primaria y para mamá me constituí en otra esperanza. Ella soñaba que, el igual que el Juancho, yo también fuera un profesional.

Goyito iba por primera vez a la escuela y, aunque no lo manifestaba, yo sentía que para mamá él también era una esperanza, un sueño que poco a poco se abría como un capullo de retama.

Juan, en sus momentos libres, nos ayudaba en nuestras tareas escolares.

Quien al principio se mostró reacio a los estudios fue Goyito, sólo se dedicaba a jugar. En la escuela, cuando terminaba el recreo y todos los niños retornaban a sus aulas, él seguía por el patio, saltando y correteando con otros niños indisciplinados.

La profesora lo conducía a jalones hasta el salón, siempre con el monótono sermón: “Eres un haragán, te vas a quedar burro para toda la vida”. Apenas transcurrió una semana desde el comienzo de las clases y mamá fue citada varias veces por la profesora. Entonces se oían las quejas de siempre: “¡Señora, su hijo no copia las tareas; solamente permanece jugando y no obedece!” Mamá y Juan lo aconsejaban y él “sí, mami, sí, hermano, desde ahora me voy a portar bien”, pero luego volvía a lo mismo. Juan no tuvo más remedio que propinarle una buena zurra. Desde entonces, poco a poco, Goyito dejó de ser el niño travieso y malcriado de la escuela.

“¡Cuando el hijo anda mal, es porque necesita el látigo de un padre!”, decía mamá.

Goyito no se resintió con Juan por el castigo, tampoco le tuvo rencor. Al contrario, desde esa fecha se unió más al Juancho. Parecía tenerle más confianza y aprecio. Parecía que Goyito, al igual que yo, también en nuestro hermano mayor había encontrado el amor paterno que años atrás nos arrebataron.



II



Fue un golpe duro lo de papá.

La noche anterior se habían oído muchas explosiones en diversas partes de la ciudad. Los camiones militares deambularon hasta el amanecer por las calles, y los disparos se escucharon de vez en cuando a lo lejos, como golpes de piedras. Al siguiente día, a la luz del sol, pudimos contemplar los destrozos: varios locales gubernamentales con las fachadas destrozadas, el Puente Grande rajado de un extremo a otro, la gente caminando con el rostro lleno de espanto por las calles.

Llegó el mediodía y papá no aparecía por ningún lugar. Había prometido regresar temprano. Mamá comenzó a preocuparse. “¿Qué le habrá pasado?”, decía. “Él dijo que vendría sin falta en la mañana”.

En la tarde llegaron los rumores: “En Sanagorán los terroristas han cometido una matanza”, “Los muertos están derramados en todas las calles”, “Los mataron sin clemencia y sin razón, a las autoridades y a tanta otra gente”.

De Huamachuco partieron para allá varios batallones de soldados y policías: iban armados como para una guerra. Las personas que tenían familiares en Sanagorán también partieron en caravana; entre ese grupo fue mamá, con la esperanza de encontrar a papá con vida y traerlo de retorno a casa. Nosotros, por aquella fecha, éramos pequeños todavía: Goyito apresuraba con ahínco sus primeros pasos, Juan cursaba el tercero de secundaria y yo ya era capaz de correr bien y escaparme al río. A pesar de mi corta edad, yo también tenía la esperanza de que papá retornaría sano y fuerte como un árbol. “Asomará con mamá y dirá que nada más demoró porque no pudo avanzar con la siembra de trigo”, pensaba yo. “Estoy sano no ven, nadie me ha matado”, dirá.

Mamá contó que lo encontró caído en la pileta de la plazuela, cerca de tantos otros cadáveres. Tenía varios agujeros de bala en el pecho y en el vientre. Se notaba que había dejado de respirar desde hace largo rato.

A casa lo trajeron en un ataúd negro y grande.

Vi cuando lo sepultaron bajo la tierra para siempre.

Fue grande el dolor de mamá, el dolor del Juancho, mi dolor.





III

Finalizaba mayo. Y el sol comenzaba a resecar los campos, las heladas golpeaban sin compasión por las noches y el polvo iniciaba su revoloteo por los caminos.

Jamás olvidaré aquel día, jamás, aunque pase el tiempo y mi memoria se torne frágil al olvido.

Vinieron temprano dos policías; eran de la misma comisaría donde trabajaba nuestro hermano.

“Queremos hablar con Juan, llámelo un momentito”

“Está descansando”, replicó mamá.

“Es urgente”

“Pero si hoy es su día libre”, protestó mamá

“Es que es urgente, señora”

Contra su voluntad fue a despertarlo. Juan dormía en su habitación. Toda la semana había cumplido su servicio en turno de la noche; incluso apoyó en la tarde. Con ansiedad esperó ese momento para conciliar verdaderamente el sueño y recuperar todas las energías perdidas; pero una voz quebró la continuidad de su descanso:

“¡Juancho, te buscan!”

“Ya voy, mamá”

Al rato salió.

“¿Qué pasa?”

“Los terrucos han matado campesinos en los Tres Ríos “, respondió uno de

los policías. “Debemos ir a ese lugar”.

Más tarde partieron varios vehículos cargados con policías y soldados. Juan iba en la camioneta de adelante, uniformado y con su fusil. Los carros avanzaron puente arriba y se perdieron entre la hilera de casas.

Horas después partió otro contingente numeroso de soldados. Y se rumoreaba que cerca de los Tres Ríos, en el camino de entrada, una camioneta de la policía había estallado en pedazos. “No se dieron cuenta de las dinamitas enterradas en la carretera”, oíamos hablar a la gente en la plaza de armas. “Dios quiera que no haya muertos”. En silencio regresé a casa con Goyito. “Que no le pase nada al Juancho, Señor”, supliqué a Dios con mi pensamiento. La tristeza parecía asolar a todo el pueblo de Huamachuco; las calles estaban vacías, silenciosas. A mamá la encontramos llorando.

Tal vez ella había perdido la esperanza, pero nosotros no. Desde el eucalipto del corral estuvimos mirando hacia arriba, a la entrada del pueblo. Cuando el crepúsculo descendió sobre Huamachuco, vimos aparecer los vehículos y bajamos rápido del árbol.

“¡Mamá, vamos al encuentro, ya vuelven!”.

Con ella corrimos hasta la plaza. Allí esperamos.

De las camionetas descendían soldados y policías. Fuimos de un lado a otro. Entre el tumulto de gente buscamos a Juan. Mamá preguntó por él a los policías sobrevivientes, pero ellos solamente se alzaban de hombros y permanecían callados. Nadie nos daba razón. Tampoco él aparecía por algún lado.

“¡Juan, Juaaaaancho! ¡Juan, Juaaancho…!”, llamó mamá con todas sus fuerzas.

Sus gritos resultaron inservibles. Después lloró con honda amargura, como si le hubieran apretado directamente el corazón.

Lloré. Goyito lloró.

Su cadáver, o mejor dicho los retazos de su cadáver, fueron llevados directamente a la morgue. Ni siquiera nos dejaron verlo. Al siguiente día, muy temprano, nos entregaron en un ataúd negro. Dos días después, al atardecer, lo enterramos junto a la tumba de papá.

Esa tarde cayó una ligera llovizna sobre la ciudad. Pero cuando abandonamos el cementerio, de regreso a casa, el ambiente quedó despejado, y arriba el arco iris apareció extendiéndose de un extremo a otro, como una puerta abierta al cielo.

“Que Dios reciba al Juancho en su reino”, pensé.



* * *



Mamá estuvo varios años luchando por alcanzar una pensión que por derecho le correspondía. Cansada de realizar tantos trámites inútiles, optó por mandar al tacho de basura toda la documentación obtenida y se resignó a vivir de su propio esfuerzo.



“¡No voy a envejecerme esperando la voluntad del gobierno!”, la oíamos decir. “¡La vida de mi hijo vale más que ese sucio dinero!”

Pasado el tiempo, tal vez sus amigos, la gente, la historia, lo hayan olvidado. Pero en nosotros, en mamá, en Goyito, en mí, permanecerá siempre como un recuerdo vivo, latente. Permanecerá imborrable en nuestra memoria.



“¡Juan, Juancho carrancho!”



"Entré a la literatura como un rayo; saldré de ella como un trueno"- Maupassant

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