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martes, 9 de noviembre de 2010

DAGOBERTO OJEDA BARRURÉN: EL CRONISTA DE LOS PERSONAJES DE LA CHICLAYANIDAD

DAGOBERTO OJEDA BARRURÉN: EL CRONISTA DE LOS PERSONAJES DE LA CHICLAYANIDAD




Por Nicolás Hidrogo Navarro


Don Dagoberto Ojeda es uno de los pocos narradores citadinos a los que le tengo un aprecio casi paternal: su sonrisa serena, su hablar pausado, su mirada impertérrita y silencio de hormiga, le tributan un respeto casi patriarcal. Profesor de los antiguos y respetado, parsimonioso y gran observador psicologista. Le basta una pasada de sus rubicundos ojitos y ya tiene el retrato prosopográfico y etopéyico de sus personajes. Se nutre de conversas y del seguimiento de la presa de sus personajes hasta que logra delinearlos literariamente.

Don Dagoberto es un chiclayano puro, de tradición, de dichos y mirada muchik. Sus escritos son verdaderos retratos literarios y costumbristas de una picaresca cultural. Construye sus personajes con un acento de jocosidad, los maquilla como se hace con los difuntos, les cambia de nombre manteniendo la letra inicial de cada personaje y los contextualiza tocando sus rasgos costumbristas y anecdóticos que fácilmente se dejan adivinar a quien frecuenta la plazuela Elías Aguirre de Chiclayo. Agazapado en una banca, clásica, donde se reúnen los poetas, pintores y diletantes chiclayanos por las noches como lechuzas, y sin decir nada a nadie, con su poderosa mirada recorre toda la plazuela sin moverse, presta oído a anécdotas de sus personajes que en silencio se encuentran en construcción. Así aparecen todos los personajes y personajillos que mueven socarrona a risa. Don Dagoberto es un retratista costumbrista, directo, crudo que trata de dejar una huella y emoción de sus gentes y costumbres hasta perennizarlos. Sus relatos son de la más fina tradición chiclayana, en el lenguaje, estilo y coloquialidad.

Cada pueblo tiene su cronista anecdotario, que busca en cada personaje encontrar lo mejor de sí para causar solaz y sonrisa, para animar las tardes y las noches. El chiclayano, siempre se fija en los hechos que motivan a carcajada de charada, le gusta la anécdota picante el hecho que llama a risa y don Dagoberto posee esa cualidad de detallista psicólogo. Casi todos los personajes de la plazuela han caído bajo su pluma con o sin consentimiento. Para alegría de unos que quieren ser perennizados y para cólera de otros que se ven caricaturizados. La fina pluma, bronca a veces y descarnada, en la descripción, son sus armas y sus cualidades resaltantes. A don Dagoberto le basta tres paginas en blanco para dejar lo esencial de cada personajes de toda una vida.



CUENTOS CHICLAYANOS

Por Dagoberto Ojeda Barturén

T A M B O R E A L



Sentado en una de las mesas del Café El Tambo Real de la ciudad de Chiclayo, y tomando, por ratos, una taza de café, fumaba con sumo placer su cigarrillo y escribía en un trozo de papel. Así lo hacía, a menudo, el poeta Jorge Espinoza, cuando se le venían a la mente los versos que él creía que era necesario plasmarlos en el papel, para poder de este modo, archivar en su portafolio e ir juntándolos con otros y tener un nuevo poemario que publicar. Era un caballero cincuentón, tez morena, escaso pelo cano raído por la calvicie, anteojos de carey color negro y lunas blancas que se los ponía cuando escribía y leía.

- Karina, otra taza de café -. La bella joven sonríe y se le acerca extendiéndole el pedido. El siente ansiedad al verla de cerca y se le aumenta la fuerza mental para proseguir su creación poética.

De pronto, ingresa una mujer vestida elegantemente de negro, pelirroja, tez blanca, si no me equivoco medía un metro setenta centímetros, pechos prominentes. La falda la llevaba alta y exhibía atractivas piernas. Se sienta, pone su bolso negro encima de la mesa y extrae una cigarrera de plata, la abre y coge un cigarrillo de marca desconocida. Vuelve a meter la mano a su bolso, saca un metálico encendedor dorado, enciende el cigarrillo y exhala una bocanada de humo. Queda mirando a Jorge Espinoza, que hace rato, desde que entró, él la estaba observando. Pide un jugo de papaya y una hamburguesa. Mientras comía, el cigarrillo se iba consumiendo en el cenicero y ella se distraía mirando la televisión. Cuando terminó de comer, se puso de pie, agarró su bolso y se acercó a la barra para pagar y, en seguida, aceleró el paso hacia la puerta de la calle. Jorge que se había quedado embelesado con la belleza de aquella mujer, tomó conciencia de la situación y se percató que aquella mujer había olvidado su cigarrera de plata. Rápidamente la cogió y salió apurado para alcanzar a la bella dama y ya no había por ninguna parte. Se cansó de buscarla yendo de una acera a otra.

Se quedó pensando que no había transcurrido ni un minuto del restaurante a la calle, al momento de salir, y ya había desaparecido. Volvió a sentarse en su mesa y se puso a contemplar la cigarrera que reflejaba con su brillo plateado el rostro de su nuevo poseedor; la abrió, había tres cigarrillos, cogió uno de ellos y se lo pasó por la nariz para percibir su aroma a tabaco fino, lo volvió a dejar en su sitio, la cerró y la acariciaba suavemente entre sus dedos. De pronto, entró un señor que traía un cuadro, se dirigió hacia el rincón del Café cerca donde estaba Jorge y descolgó otro cuadro que era una pintura donde se mostraba un florero que contenía un ramo de girasoles junto con un pepino y una manzana, que pertenecía a una pintora chiclayana. Semanalmente se cambia de pinturas de exhibición en el Café Tambo Real, el cual está cercano al Instituto Nacional de Cultura y por las noches es frecuentado por escritores y artistas para charlas y tomar algunas bebidas.

Al que cambió el cuadro, Jorge le dice:

- ¿De quién es la nueva pintura, Ramón?

- De Raví. Este cuadro se exhibió en la última exposición que hizo en la Biblioteca Municipal, la mayor parte de esas pinturas estaban relacionadas con el mar. Bueno, me tengo que ir, Jorge, ya regreso más tarde.

- Chau, Ramón.

- Jorge pidió otra taza de café y esta vez pasó por desapercibida Karina porque seguía pensando en la hermosa mujer que dejó su cigarrera, luego del bolsillo interior de su saco extrae unos cuantos cigarrillos baratos y los pone en forma ordenada en la cigarrera, y la cajetilla que se había quedado vacía la comprimió entre sus manos y la dejó en el cenicero.

El cuadro que recién habían puesto consistía en una imagen marina: tres botes flotan sobre las olas y, encima de ellos, una bandada de gaviotas y el sol en el horizonte. La técnica empleada era casi fotográfica, de un colorido muy brillante y luminoso, y Jorge se quedó impresionado al contemplarlo que sintió enormes ganas de tenerlo en su casa. Se dirigió hacia la puerta principal del salón, luego de cavilar un rato, regresó y como nadie de los trabajadores se fijaban en él porque le tenían confianza, descolgó el cuadro, lo puso debajo de la mesa y en un descuido salió a la calle con el cuadro y abordó un taxi con rumbo a su casa.

Esa noche no pudo dormir por una horrible pesadilla que había tenido: un grupo de personas lo corrían para quitarle el cuadro que llevaba bajo el brazo y él corría y corría asustado porque pensaban que lo iban a matar. Al despertar se encontraba agitado con el corazón que le latía aceleradamente de tanto haber corrido en su sueño. Y este sueño le continuó en la siguiente noche. Se levantó, eran las tres de la madrugada, observó el cuadro colgado en su sala y no podía creer lo que veía: lo botes habían desaparecido y las aves también. Se frotaba los ojos pensando que aún seguía dormido; pero no era así. Cansado de cavilar en este hecho insólito, se fue a dormir, y al amanecer, en plena luz del nuevo día, los botes y las aves estaban en su sitio . “No puede ser”, le decía a su mujer, y ella creía que se estaba alocando de tanto beber con sus amigos.

En el Tambo se comentaba sobre la desaparición del cuadro, y Jorge escuchaba los comentarios. No sabían cómo había entrado el ladrón y a qué hora, en que momento. “Hay que tener cuidado para la próxima vez, hay que estar al acecho para descubrir al ladrón”, decía alguien.

Llegó la tercer noche del robo, Jorge se movía en su cama porque su sueño era intranquilo y, repentinamente, despertó aterrorizado, otra vez el mismo sueño. Esta vez eran pintores conocidos y desconocidos que lo corrían con cuchillos para quitarle el cuadro. Se levantó a ver el cuadro. Esta vez, estaban los botes, pero éstos se movían sobre las aguas y las aves movían sus alas subiendo y bajando. Cuando Jorge se acercaba al cuadro los botes y las aves se paralizaban conforme habían sido pintados. Se distanció a cinco metros, volvían a moverse los botes que desaparecían por el marco derecho para reaparecer por el marco izquierdo y esto se hacía rápidamente.

Jorge corrió hacia el cuadro, los botes estaban allí estáticos. “Me estoy volviendo ¡Dios mío! Tengo que devolver este cuadro que me estoy alocando”. Quiso convencerse una vez más, y se volvió a retirar los cinco metros y esta vez, veía que los botes se balanceaban en su mismo sitio y las aguas del mar ondulaban y escurría del cuadro, en forma de gotas, a lo largo del marco inferior. Se acercó, poco a poco, los botes se pusieron inamovibles, Jorge se pone de cuclillas para palpar el agua que estaba en el piso y sintió mojados sus dedos. Fue corriendo a despertar a su esposa y cuando ésta estuvo en el lugar de los hechos todo estaba como antes. Reprendió a su esposo, muy enfadadamente, por haberle despertado con su locura.

Al día siguiente, Jorge se fue llevando al Tambo Real el misterioso cuadro, expresando que el ladrón se lo había ido a vender, pero él se lo quitó diciéndole que lo iba a denunciar a la policía si insistía en arrebatárselo. Lo colgó en su sitio y se sentó en la mesa acostumbrada y sintió un profundo alivio al contemplarlo y desde ese día volvió a dormir tranquilo.





LA GRINGA



Una noche de invierno llegó al Instituto Nacional de Cultura de Chiclayo, una mujer apuesta, alta, cuerpo esbelto, blanca, pelo rubio, ojos azules, vestida de terciopelo negro y entrada en años, pero no perdía su belleza. Se acercó al cafetín donde, generalmente, se encuentran artistas sirviéndose algo del menú de aquel establecimiento de tertulias nocturnas.

Ocupó una mesa solitaria, pidió un café, fumaba plácidamente y observaba a su alrededor con el deseo de que alguien se acercara a conversar con ella. Y así fue, el poeta y pintor Jorge Fernández se acercó a entablar conversación con aquella mujer desconocida para todos los que frecuentaban esta casa cultural.

Jorge la trajo a la mesa donde estaban sus amigos. Al instante, ellos se contagiaron de su buen humor, de su risa y alegría que irradiaba en su tema de conversación. Venía de la capital con el propósito de pasar una temporada en esta ciudad de sus ancestros.

Pues, se hizo desde aquel instante amiga de todos los presentes, en especial, de los que conformaban el grupo artístico “Cromolíricos Trazos”. Pertenecía a nuestra agrupación el poeta Aurelio Ravines, y desde el momento que la conoció a la “Gringa” que por sobrenombre le pusieron, - su verdadero nombre era Carmela del Pilar Schustermann, -, se enamoró de ella y esa misma noche, a pesar de tomar, diariamente, sus somníferos, no pudo dormir hasta el amanecer. Y si bien es cierto de que no hay mal que por bien no venga, en aquella noche desvelada Aurelio hizo un hermoso poema, que a la noche siguiente se lo mostró a la Gringa.

-Para ti, Carmela del Pilar, recibe estos versos que han brotado de lo más profundo de mi alma.

-¡ Ay, Dios mío ¡ ¿Qué dirán? Me emocionas – exclamó la Gringa.

Aquel poema comenzaba así:

“¡Oh! ¡veme siempre! Tus ojos son tan bellos

que en vano envidia el cielo su dulce claridad

me miras con el alma; cuando me ves con ellos

amor está en tus ojos como una eternidad.







¡Encanto de mi vida! Mujer idolatrada,

la diosa y soberana que impera en mi existir

que no me falte nunca la luz de tu mirada

para sentirme tuyo, para poder vivir.”

………………………………………………..

Al terminar de leer todo el poema, con una dibujada sonrisa y emoción profunda, lo abrazó tiernamente y le dio un beso en la mejilla al poeta que tenía el rostro curtido por los años, blanco como ella, alto, bien plantado, serio y fumaba a menudo.

El poeta Aurelio al percatarse que la Gringa no se encontraba cómoda en el lugar donde se había alojado, le ofreció su casa, pues, él vivía solitario. Ni corta ni perezosa, la Gringa aceptó. La casa que antes estaba triste, al fin, le llegó la alegría y el poeta pudo ahuyentar la soledad que desde hace tiempo lo agobiaba y lo deprimía. La vivienda estaba descuidada, el poeta no era amante del orden y la limpieza. Las cucarachas se paseaban por la cocina y el comedor, las arañas merodeaban en las partes altas de los ángulos de las paredes. Había un sofá destartalado con agujeros grandes de los cuales entraban y salían ratones. Felizmente que la Gringa no era aracnofóbica, pues, el techo y las paredes del cuarto de baño tenían bastante telarañas. Aurelio se molestaba si alguien que lo visitara matara un animalito de su casa, él afirmaba que eran almas de difuntos.

En este ambiente fue recibida la gringa, que no se sabe cómo pudo adaptarse, pero lo cierto es que vivió por algún tiempo. Ella se pasaba los días leyendo buenos libros del añejo estante de la casa, aunque varios estaban apolillados, la mayoría era de poesía.

Aurelio cocinaba, a veces lo hacía la Gringa, el caso es que ambos se ayudaban en el arte culinario. Un día pasó por la casa un vecino y al ver que salían columnas de humo por la ventana de la sala, creyendo que había incendio, tocó la puerta, apuradamente. Aurelio la abrió, echándole humo en la cara; el vecino tuvo que pedir disculpas por su equivocación, lo que ocurría es que los dos estaban fumando como si estuvieran en una competencia.



Días van y días vienen, no faltó la discusión: la gringa se dio cuenta que mejor alimentada que ella estaba la gata de la casa, el poeta le daba a ésta lo mejor de la carne que compraba, pues, creía que su mamá se había reencarnado en este animal.

-¿Quién te ha dicho que las almas de los muertos se reencarnan en animales? –inquirió la Gringa, fruncida y enojada.

-Las almas, también se reencarnan en seres humanos –replicó el poeta.

-¿Y, porque crees que ese animal es la reencarnación de tu mamá?

-¡Escúchame! Cuando murió mi mamá la gata que teníamos, que no es esta gata que ves, al siguiente día parió siete gatitos y poco a poco se iban muriendo, de la cría sobrevivió uno, la gata también se murió. Ese uno, es esta gata que me acompaña.

-Todo está bien, pero porque crees que es tu madre – le increpó ella.

-Porque ella mismo me lo dijo.

La Gringa creyó que le estaba haciendo una broma, pero se dio cuenta que hablaba en serio. Y lo siguió escuchando:

-Una noche, yo esta sentado aquí donde me ves, y la gata que ya era grande, porque había pasado un año del fallecimiento de mi madre, ella me habló y me dijo: “Aurelio, hoy no me has dado de comer, y eso no debes hacer con tu mamá”. Y me tuve que ir a comprarle carne y por eso no me descuido de ella.

-¿Y ya, no te ha vuelto a hablar desde ese día, Aurelio?

-No, porque ya no he vuelto a soñar con mi mamá- contesto el poeta.

La Gringa que se había emocionado tanto con el relato quedó desilusionada porque creía que a su vida le iba a dar un nuevo rumbo con ese misterioso descubrimiento.

-Entonces, todo lo que me has dicho fue un sueño.

-Claro, pues mi mamá me habla en sueños- dijo Aurelio, medio molesto.

Un día Aurelio friendo un bistec, vio una cucaracha que caminaba cerca de la sartén, agarró un tenedor, la pinchó, la puso en la candela retirando un poco la sartén, se achicharró, la metió a su boca, la masticó y dijo “está crocante” y se la tragó. La gringa que lo estaba observando quedó anonadada y lo amonestó:



-¡Aurelio, porque haces eso, me das asco, eres repugnante y así me besas!

-Son ricas, yo como cucarachas asadas, quiero que tú también aprendas a comer, espérate que salga otra y te invito y vas a ver que es sabrosa.

-Ni que estuviera loca como tú, ¡cómo crees que voy a comer esa porquería!

-No es porquería, es comida de inteligentes, lo que pasa es que la gente común no sabe comer. No saben que las cucarachas, los grillos, saltamontes se comen y cualquier insecto sabiéndolo preparar.

Desde ese día la Gringa cocinaba, no dejando en lo posible que el poeta lo hiciera, más bien lo mandaba a comprar todo lo necesario a un mercadillo cercano.

De noche ambos se iban al INC para distraerse con los amigos y tomar su cafecito. Iban regresando tarde la noche a dormir, a veces hacían el amor, y cuando esto ocurría ya no era necesario que el poeta tomara su pastilla para dormir.

Una noche Aurelio no tenía deseos de ir al INC y la Gringa se fue sola y al llegar al recinto cultural se encontró con otro poeta, Daniel Beltrán, quien también sentía atracción por ella. Él le propuso viajar a la Sierra de Cañaris, donde trabajaba en un centro educativo de primaria y como único docente que era en aquel plantel, necesitaba una auxiliar para que lo ayudara, y que le pagarían los padres de familia. La Gringa que tenía espíritu turístico aceptó la propuesta con mucho entusiasmo.

Esa noche, la Gringa no regresó a la casa de Aurelio, el cual no podía dormir por su tardanza. Salió a buscarla a las dos de la madrugada, comenzó a llamar, a gritos, al guardián del INC.

- ¡Jesuuuuús… Jesuuuuús… Jesuuuuús…!

Apareció el guardián y le dijo: ¿“Has visto a la Gringa”?

-La vi sentada en una mesa del cafetín con Daniel Beltrán- No le dio más información. Aurelio regresó angustiado presintiendo que lo había abandonado y así fue al confirmar por las averiguaciones que hizo al llegar la siguiente noche.



Pasaban los días y las noches tristes para el poeta, no podía dormir, pensando en el amor de su vida, y se iba debilitando de tanto desvelarse, las pastillas que tomaba no le hacían efecto, hasta que llegó el día fatal y trágico: se cortó las venas de las muñecas de ambos brazos y un corte en el lado derecho del cuello, se desangró toda la noche.

Al día siguiente que llegó su hermano a visitarlo lo encontró sin un hálito de vida y bañado en un charco de sangre.

UN VIAJE SIN RETORNO



...Y volvió de Cañaris a Chiclayo, María del Pilar Shustermann, pues, habían transcurrido seis meses desde que se había ido. En el centro educativo donde enseñó a leer, escribir, cantar y jugar a los niños de ese pueblo de los Andes, los cuales se habían encariñado con ella y los padres de familia le rogaron para que continuara como profesora auxiliar de sus hijos, después de vacaciones.

En Chiclayo se enteró de la muerte del poeta Aurelio, fue una conmoción para ella, se lamentó de haberlo dejado solo y abandonado a su suerte. Fue a visitarlo al cementerio llevándole un ramo de flores.

Una amiga, Marilú, la albergó en su casa, pues ella vivía sola, era madre soltera tenía un niño de siete años. Las dos mujeres se acostumbraron a estar juntas, que, a veces concurrían al mismo lugar para distraerse. Uno de esos era el teatro dos de mayo, donde por las noches era más concurrido por artistas y público en general.

María del Pilar, la Gringa, como así la llamaban cariñosamente sus amigos por su aspecto físico, concibió la idea de vender café por las noches en el teatro, a la concurrencia, esto como una fuente de trabajo.

Por las noches, a las nueve, hora que cerraban el teatro, la Gringa y los amigos que se encontraban en esos momentos desfilaban hacia la plazuela Elías Aguirre a continuar la tertulia. Esta vez ella, no vendía ya el café sino que compraba a los emolienteros “el calientito” que era una bebida elaborada a base de yerbas medicinales y aguardiente, la botella costaba un sol, y esto le servía de estimulante a ella y a todos sus amigos.

La plazuela Elías Aguirre, de noche, es visitada por toda clase de noctámbulos haciendo grupos según sus intereses, frente al partido aprista están sus adeptos, cerca de ellos en la esquina están las carretillas de los emolienteros. No faltan, también, músicos folcloristas, los predicadores de las distintas sectas religiosas haciendo proselitismo para incrementar sus filas, una loquita que, con sus harapos, acostumbra todas las noches dormir debajo de un ceibo. En una de las bancas de aquel lugar de esparcimiento, se encontraba la Gringa con sus amigos libando el licor bendito para darse euforia y departir con sus amistades algún tema interesante.

Una noche, ella se separó de su grupo de costumbre y se unió a un grupo de roqueros que, también, hacen tertulia en aquel recinto popular, terminando en casa de uno de ellos; pero esta vez no con la resaca.

-¡Salud, gringa, eres la mujer más bella de Chiclayo! - dijo Juan José, un alto joven delgado de crecida melena y gran consumidor de marihuana, no dejaba la botella de aguardiente, levantó el vaso y bebió, ya se encontraba ebrio.

La Gringa que estaba embriagada lo miraba, sin responderle, bajaba la cabeza, de vez en cuando, con ganas de dormir. Le sirvieron aguardiente y bebió un cuarto de vaso.

Encendieron el aparato de sonido, poniendo música estridente, las cinco personas que acompañaban a la Gringa quisieron bailar con ella por que no había otra mujer, pero ella haciendo esfuerzos para vencer su debilidad alcohólica bailó no durando mucho por que se cayó encima de uno de ellos, ya no podía continuar y cayó rendida en un sofá. Ellos continuaban bebiendo y fumando la yerba que la habitación se inundaba de humo pestilente.

-¡Y si violamos a la Gringa, debe ser buen polvo! - dijo Jhony riéndose a carcajadas y con la botella en la mano, esperando que le alcanzaran el vaso.

- Si quieres hazlo para que experimentes que tal es, pero no te lo aconsejo porque está borracha.

- Mejor porque no lo va a saber quién; buena y sana no se dejaría.

- Allá tú –le increpó Juan José.

Eran las tres de la madrugada, tres amigos ya se habían ido, solamente quedó Juan José, dueño de la casa y Jhony, los cuales siguieron libando, hasta que Juan José se fue al baño y éste no regresó, Jhony lo fue a ver y lo encontró que se había quedado dormido, no lo despertó, lo dejó allí.

Jhony quedó un rato observando a la Gringa, se acercó y comenzó a levantarle la larga falda de seda, poco a poco, hasta que llegó al calzón. Le introdujo el índice en sus labios vaginales, palpándole el clítoris y comenzó a frotárselo; pero la gringa seguía inconsciente, aunque por ratos se movía y tosía, comenzó a besarla, ella no reaccionaba, le desabotonó la blusa, vio sus pequeños senos y fláccidos, se desanimó en mamárselos; le separó las piernas y la penetró hasta consumar el clímax, y se quedó dormido encima de ella. Una hora más tarde un frío helado lo despertó, tocó los brazos, la cara, las piernas, estaban frías y rígidas. Huyó despavorido, perdiéndose en las calles desiertas de la madrugada.

A las ocho de la mañana se despertó Juan José y al llegar a la sala encontró a la Gringa tirada en el sofá, presintió algo malo de inmediato, le habló:

-¡Gringa, despierta!, ¡Gringa, despierta!... ¡Gringaaaaaaa! – Gritó asustadísimo. La tocó y se dio cuenta que estaba sin vida. Reflexionó un buen rato y optó por llamar a la policía porque no conocía a ningún familiar de ella.

El carro policía la llevó a la morgue del hospital “Las Mercedes”. La necropsia arrojó infarto al miocadio por exceso de consumo de alcohol. Juan José fue llevado a la estación de policía a rendir su manifestación, no tenía antecedes policiales, lo que le valió para dejarlo en libertad.

En el cementerio El Carmen, sus amigos artistas y familiares que aparecieron de pronto, le rindieron homenaje con discursos exaltando sus buenas cualidades que tuvo en vida.

LUCHÍN Y SUS AMIGOS



Tomaba fotos en toda clase de eventos, a los cuales asistía sin que lo invitaran; luego de tanto fotografiar, sacaba del bolsillo de su saco plomo una libreta en la que hacía anotaciones; los que lo conocían ignoraban porque hacía todo esto, ya que él no era periodista ni fotógrafo, ni nada que motivara adoptar esa actitud.

-¿Por qué tomas fotos y apuntes, Luchín? -le dijo Nicolás teniendo curiosidad para saber parte de su vida.

-Para publicar algún día lo que he aprendido y observado de todas las reuniones que asisto –contestó un poco receloso con la pregunta.

Un amigo de él, Carlos, lo encontró, una tarde, por la calle 7 de enero y lo abordó para saber si estaba leyendo algunos libros que le había regalado. Luchín le aseguró que sí los estaba leyendo, y que ya no se reunía en la plazuela –lugar de tertulias- con los amigos porque se daba cuenta que no estaban a su altura en conocimientos, y los veía minúsculos y eso lo incomodaba. Antes que se despidieran, Luchín le regaló a Carlos una tarjeta en la cual se leía:

“Luchín Piscoya: Promotor de Cultura”. A continuación un número telefónico que correspondía a un negocio fotográfico.

A Luchín le gustaba, también, tocar guitarra, a menudo, refería que había estado un tiempo recibiendo clases en la Escuela Regional de Música, y cuando lo hacía en una reunión de amigos, al entonar un bolero, a intervalos cerraba los ojos y movía la cabeza como si estuviera inspirándose. Y, cuando agarraba la guitarra, que no era de él, ya no quería soltarla para que otro la tocara: tenía un repertorio, que todo el círculo de amigos ya lo conocía.

A veces, entrevistaba a personas notables del lugar y lo hacía escribiendo en una libreta que siempre portaba; pues, no tenía una grabadora por falta de recursos ya que no tenía trabajo alguno, y, nadie de los amigos sabía donde vivía y quién lo mantenía. Si en las reuniones formales se presentaba con una cámara digital, se preguntaban si era de él o prestada; pero el hecho es que se daba el lujo de usarla públicamente y, para que lo miraran levantaba bien alto los brazos para mirar la pantallita y ubicar bien la escena.

En una exposición de pintura, en la Biblioteca Municipal, una noche se presentó Luchín y comenzó a tomar fotos a los cuadros, después de un rato se acerca a un grupo de pintores que lo conocían:

-Hay dos cuadros iguales, y el que los ha pintado los ha puesto en diferentes lugares para que no se den cuenta - manifestó Luchín, queriendo impresionar con su sentido crítico.

Aquellos pintores se sorprendieron con la afirmación de este profano en el campo de las bellas artes; uno de ellos, Walter, le preguntó cuáles eran esos cuadros, y se dio cuenta que se trataba de sus pinturas.

- Luchín, no pueden ser iguales porque uno, es un tejido precolombino y el otro, un torero -le dijo Walter un poco disgustado.

-Sabes por qué son iguales, Walter, aunque te calientes. ¡En los marcos! ¡Los marcos son igualitos y de la misma color! –gritó Luchín- queriendo persuadirlo.

Algunos se rieron con la respuesta, y Walter se apartó refunfuñando, y los demás lo siguieron, quedándose Luchín solo en el sitio donde se encontraba.

Había días en que a este hombre que rebasaba los cincuenta años, con voz aflautada, bigote ralo, pelo corto y lacio, y, que caminaba como un pingüino; le gustaba deambular portando un maletín, y sin que sus conocidos le pregunten, declaraba que vendía libros y que era promotor de cultura. Un día, en el restaurante “El Tambo Real”, Jorge aprovechando un descuido de Luchín porque se había ido al baño, le abrió el maletín para husmear; lo que vio fue periódicos viejos y retazos doblados de papel higiénico.

Una noche llegó a la plazuela y les comunicó a los amigos que había llegado el momento de dejar su celibato y que muy pronto los invitaría a su boda; pero nadie le creía porque no era la primera vez que decía esto, y además nunca lo habían visto acompañado de una dama.

¡Luchín! , siempre dices así y nunca te casas; primero tienes que trabajar –le dijo Fernando, sonriendo.

-Esta vez, es cierto -aseguró, seriamente.

-¿Y quién es la agraciada? –inquirió Fernando.

-¡Es un secreto! – le respondió, con exclamación.

Y, no estaba mintiendo. Llegó el momento en que se casaba en su pueblo natal. La escogida era una madre soltera con media docena de hijos menores, la cual tenía un puesto de frutas y verduras en el mercadillo de Jayanca, y él le prometió ayudarla en sus ventas en aquel puesto, jurándole amor eterno.

Algunos de sus amigos de Chiclayo fueron a su casamiento, en el cual hubo poca concurrencia.

Pasado un tiempo, nadie de sus amigos de Chiclayo supo cómo le fue a Luchín en su vida matrimonial, porque nunca más lo volvieron a ver por la ciudad.



SILLA DE RUEDAS



Por una de las calles de la ciudad, su conductor lo venía empujando en su silla de ruedas al poeta Sergio Venegas, el cual contestaba con una leve sonrisa y un movimiento de cabeza a todo aquel conocido que lo saludaba levantándole la mano, en su recorrido. Se dirigían a la plazuela Elías Aguirre en búsqueda de tertulia placentera. Era una tarde invernal, gris y friolenta. Unos amigos charlaban en una banca del aquel lugar. El poeta se incorporó a ellos.

-¡Hola, Sergio! – Le decían los amigos, al momento de reunirse con ellos, y le palmeaban, afectuosamente, el hombro como expresión de saludo, ya que él no podía levantar ninguno de sus brazos por la parálisis, fruto de una enfermedad viral, que a los tres años lo había dejado en ese estado: no accionaban sus piernas, las manos apoyadas en su regazo las podía levantar unos cinco centímetros; movía muy bien sus dedos, los cuales le permitían manipular una delgada varita de nogal, de fino acabado, y de cuarenta centímetros de largo y la usaba para poder rascarse y fumar sus cigarrillos, que eran sostenidos, por un extremo, con un prendedor de ropa, y así fumaba plácidamente. Conversaba, siempre, sobre sus últimos trabajos literarios y concursos en los que participaba, el último de ellos, fue en Lima; pues, ganó un concurso de poesía a nivel de universidades, había ocupado el primer puesto a nivel nacional, estaba estudiando maestría, por eso participó en calidad de estudiante. Se ganó tres mil nuevos soles. Muy orgulloso y feliz fue a la capital a recibirlos en una ceremonia especial.

Cuando se trataba de beber, festejando algún acontecimiento, le alcanzaban el vaso o copita a sus labios, lo bebía exquisitamente. Era un buen bebedor y asiduo asistente del Bar “Baco” de la calle siete de enero, donde expendíase aguardiente del bueno y del malo, él sabía catar el bueno, dando el play de honor, para que beban los amigos con los cuales iba o encontraba. Uno de ellos, en especial, Julián le alcanzaba la copa en los labios y se la secaba con fino gusto, sintiendo la caña agradable que se filtraba en sus entrañas, dándole un calor eufórico que se transformaba en energía espiritual, sintiéndose a gusto y disfrutando de la alegre compañía amical.

-Julián, llévame al baño – le susurró en el oído a su cercano amigo y copiloto de su vehículo. Éste lo llevó, lo introdujo al cuarto de baño de aquel bar, lo alzó, le bajó el pantalón y miccionó. Y, cuando vaciaba los intestinos, algo parecido hacía el amigo, le pasaba el papel sanitario, doblado en cuatro, tres veces, entre las aberturas de las posaderas. Enseguida, rápidamente, se lavaba las manos en el lavatorio; no podía rehusarse a este repugnante acto porque sino Sergio se daba cuenta de que no era verdadero amigo. Y todo auténtico amigo que bebía con él, en estas circunstancias, tenían que ayudarlo a satisfacer sus necesidades fisiológicas. Uno, de ellos contó una vez que cuando el poeta estaba evacuando el vientre, él contuvo la respiración porque el retrete se inundó de un fuerte olor, nauseabundo; y al faltarle el aire tuvo que aspirar profundamente percibiendo el olor en toda su extensión. Sergio se dio cuenta de aquello; pero lo toleró para mantener la armonía entre ambos..

En su casa, cuando escribía, lo hacía con su computadora. El tablero del teclado se lo acercaban hacia sus manos, cuyos minúsculos dedos podían golpear las letras y así escribir textos literarios de su inspiración, generalmente poesía. Y, así, se pasaba horas y horas cuando estaba enfrascado en sus composiciones. Cuando se agotaba, llamaba a su hermana María para que le encienda un cigarrillo y se lo pusiera en el extremo de su varita. Mientras fumaba, pensaba en lo que estaba haciendo. Una vez terminado el cigarrillo, proseguía con su faena.

El vivía con su madre y su única hermana que lo asistía en su casa, pues, su padre había muerto cuando el tenía siete años, cuando aún radicaban en un pueblito de los Andes. Ahora era un joven treinta y tres años, había heredado la cara redonda de su padre y la tez blanca y el pelo lacio de su madre, además de sus grandes ojos negros, largas pestañas y carrilludo. Como era invierno se cubría la cabeza con una capucha que era parte de su abrigo color azul. Parecía un niño sentado en su silla de discapacitado. Cuando se iba dormir, su hermana lo acercaba bien a la cama y por la espalda lo atenazaba con sus brazos y poco a poco, lo iba levantando, él rasgaba las frazadas con sus dedos y así lo tiraba a la cama, lo cubría con una frazada y le deseaba un buen sueño.

A veces, por la noche, en la plazuela, con los amigos acudía a los emolienteros que vendían cañazo mezclado con emoliente. Estos vendedores habían descubierto este negocio y ya tenían una buena clientela, uno de ellos era Sergio.

Él publicaba una revista literaria y la vendía a como caiga el cliente, su precio era de cinco soles. La sacaba al mes. Con el producto de la venta ya tenía para sus necesidades. Felizmente su madre gozaba de una pensión fiscal y su hermana trabaja en una tienda de la ciudad.

Sucedió, un buen día, que después de irse a un congreso de poetas en la capital de la república, hizo buenas amistades con poetas extranjeros, conoció allí a un poeta alemán que al verlo en su modesta y vieja silla, le dijo que en su país esas sillas estaban desfasadas y que hoy en día se usan sillas a control electrónico, es decir, que funcionan con batería y el discapacitado con solo mover sus dedos puede desplazarse solo y de un lugar a otro., El alemán le ofreció obsequiarle una de estas silla. Le pidió su dirección de Chiclayo. Al mes y medio de una mañana de abril recibió la silla enviada desde Alemania. Fue un acontecimiento grande que de alegría hizo una fiesta en su casa e invito a sus amigos para hacer conocer su nueva silla y echarle la bendición. Se tomaron muchas fotos, se bebió hasta más de la cuenta y Sergio muy ufano hacía piruetas en la nueva silla que manejaba a su antojo: se daba vueltas, avanzaba y retrocedía, aumentaba y disminuía la velocidad, pues, tenía tres velocidades. Haciendo, solo, todos estos movimientos, solamente jalaba y oprimía una palanquita que estaba cerca de su mano derecha..

Tres meses usó esta nueva silla, porque aconteció algo inesperado. Un día después de haber participado en una de sus francachelas, cerca de los emolienteros, sus amigos se habían quedado dormidos tirados en el césped, otros en el piso de aquel lugar, Sergio sintió ganas de hacer una necesidad fisiológica por más que llamaba a gritos a sus amigos éstos no lo escuchaban, estaban profundamente dormidos y anestesiados por el alcohol. Se le ocurrió a Sergio irse solo a su casa, ya que no necesitaba que lo empujaran, como eran las cuatro de la mañana las calles estaban despejada de automóviles. Emprendió el regreso, por su cuenta, y por donde vivía no faltaban asaltos y robos, le salieron a su encuentro unos malandrines que ya lo habían visto antes, varias veces, desplazarse en su moderno y costoso vehículo; y ellos se habían dado cuenta del valor de la silla de ruedas. Lo rodearon en la penumbra, faltando poco para llegar a su casa, pues vivía en la urbanización El Sol, rodeada por asentamientos humanos de extrema pobreza.

-¡Lo sentimos mucho jovenzuelo, necesitamos tu silla! – le dijo uno de los cinco malhechores- ¡No pongas resistencia, ni grites, si quieres seguir viviendo en este mundo! - y le sacó un reluciente y filudo cuchillo que le pasó por la cara y la garganta, ésta última, aparentándola cortársela.

-¡No sean abusivos, soy un discapacitado! ¡Con mucho sacrificio he comprado esta silla para desplazarme por mi cuenta!, ¡No sean malos! ¡No me la roben, por el amor de Dios! … - imploraba aterrorizado, Sergio.

Dos de ellos sin piedad y sin compasión alguna, lo levantaron en vilo y lo lanzaron al suelo de una vereda y deseándole buena suerte, se llevaron la silla estos delincuentes, seguramente, para venderla, sabe Dios, en qué parte de la ciudad.

El poeta, lloró desconsoladamente, sintiéndose humillado y frustrado por el robo, tuvo que volver a su antigua silla común y corriente, felizmente no la había vendido, aunque tenía ese deseo. Esto le valió para meditar y tomar la decisión de nunca más visitar la cantina Baco ni a los emolienteros expendedores del “calientito” (aguardiente con plantas medicinales) de la plazuela Elías Aguirre de la ciudad.









EL ACORDEONISTA



Después de haber participado en una ceremonia institucional donde amenizó los números artísticos del programa, Juan Andrés se había propasado de tragos y no pudiendo llegar a tiempo a su casa, decidió descansar en una banca del parque principal de la ciudad; lo ganó el sueño y se quedó dormido abrazando su acordeón como si lo hiciera plácidamente con una amante. No faltaron en percatarse de esta situación los lustrabotas que merodean el parque y se vuelven ladrones de ocasión. Dos de ellos observaban a Juan Andrés, cerciorándose de que esté bien dormido para robarle el instrumento. Cuando se acercaron vieron que el acordeón tenía correas que cruzaban la espalda del músico durmiente. Para disimular, uno de ellos palpaba las teclas como queriendo tocar, para ver si despertaban con el menor movimiento; pero él roncaba y se dieron cuenta de su sueño profundo y que estaba ebrio por el olor alcohólico que emanaba. Le cortaron las correas por la espalda, faltaban los brazos: le retiraron lentamente uno de ellos y al ver que seguía durmiendo, hicieron lo mismo con el otro brazo.

A las cuatro de la mañana se le fue el sueño:

-Mi acordeón ¡Concheesumadre! ¡Me lo robaron! –El corazón le palpitaba fuertemente que hasta se le fue la borrachera. Miraba para todas partes buscando a alguien que le dieran alguna pista. Preguntó a unos que se encontraban por los alrededores; pero todo fue en vano. A todo aquél que interrogaba daba la misma respuesta: “No he visto nada”.

No le quedó más remedio que ir hasta la comisaría para poner la denuncia del robo. Sus esperanzas de recuperar por parte de la policía su acordeón se esfumaron, que con el paso del tiempo ser compró otro.

Juan Andrés era un sexagenario que vivía solo. De figura alta, desgarbada, nariz corta y fina, vestía siempre de negro, con ropa no muy nueva, peinaba hacia atrás. Su finado padre le había dejado dos casas: en una vivía él, y, la otra la había arrendado para poder mantenerse. Había sido hijo único y su mamá murió cuando él tenía doce años. Su padre, comerciante de telas, se preocupó por su educación que lo envió a la ciudad de Trujillo para que estudie Contabilidad en la universidad, pero más pudo su vocación musical que no llegó graduarse en esa profesión. Un amigo le había enseñado a tocar dicho instrumento en Chiclayo, y lo continuó tocando durante su vida universitaria, juntándose con unos músicos que había conocido.

Juan Andrés que ya vivía en Chiclayo, en una ocasión con motivo de desfilar en un pasacalle primaveral, se fue a Trujillo para participar en el pasacalle, quería recordar sus años de juventud por aquella ciudad. Después del duro trajinar en el desfile – había participado vestido de chalán sin caballo, con sombrero de jipijapa y poncho blanco de lino, bailando marinera norteña, al son de una banda de músicos, recibiendo los aplausos del público lo que le ocasionaba un gran placer y una gran satisfacción como artista - se sentó en una banca de la plaza de armas, ya entrada la noche, y se quedó dormido. Un hijo de Walter Toscanelli, chiclayano como él, que vivía en Trujillo lo reconoció y fue a avisarle a su padre. Éste llegó y lo invitó a pasar la noche en su casa.

Cuando llegó la hora de dormir, lo acomodaron en el dormitorio de dos camas. Los dos hijos de Walter dormirían en una sola cama y en la otra, Juan Andrés; pero sucedió que había trascurrido una hora, Juan Andrés que roncaba como león, inundó el cuarto de pestilencia: el calentamiento de las zapatillas por la larga caminata había abombado sus pies, los cuales apestaban a valeriana.

Los muchachos no pudiendo dormir con este mal olor, fueron a avisarle a su padre, el cual solucionó el problema con su ingenio: en cada zapatilla le puso una bolsa de polietileno amarradas con ligas hasta los tobillos.

Cuando despertó Juan Andrés, junto con el alba, al darse cuenta que sus zapatillas estaban forradas con bolsas, comprendió el porqué; sigilosamente abrió la puerta, alcanzó la calle y se fue sin despedirse, hasta llegar al terminal de transporte terrestre para retornar a Chiclayo.



EL POETA SOLITARIO



Sonaron unos suaves golpecitos en la puerta, Julián Loayza despertó de su letargo. Estaba sentado en un destartalado sillón, carcomida madera y a falta de un pata, dos ladrillos.

Sexagenario, rostro adusto de tez blanca y agrietada, alto, escuálido y pálido. Llevaba varias noches sin poder conciliar el sueño, los somníferos que tomaba no le hacían ya el efecto de otros días.

Sabe quien toca la puerta a esa hora, abre. Entra su hermano menor, Ricardo, que le trae el desayuno todos los días. Luego de ponerlo en la mesa y recoger los utensilios para el almuerzo, se retira inmediatamente. No hay cena, suficiente con la fruta que se le trae al mediodía junto con el almuerzo.

Se pone a desayunar: dos panes con queso, esta vez, y un vaso de café con leche.

No tiene televisor ni radio. En cuanto a libros, ha regalado todos los que tenía a un amigo, poeta como él, porque su médico tratante le ha prohibido leer y escribir, así como también fumar y beber hasta recuperar su quebrantada salud física y mental.

Después de desayunar se dirige a la cocina para lavar el vaso de plástico y el pequeño termo que contenía la leche, y lo pone en la lonchera. Se vuelve a sentar, piensa que debe hacer, se asoma a la ventana, mira la bodega de enfrente, no hay compradores, pasa un transeúnte desconocido. Se cansa de observar, vuelve a su sillón. Se para nuevamente; se pasea de un lado a otro, cogiéndose las manos detrás de la cintura. Se va al baño a miccionar, no puede hacerlo inmediatamente porque está enfermo de la próstata, demora, chorro débil, siente alivio y se cierra la bragueta; regresa a su sillón, no sabe qué hora es porque no tiene reloj, ni le interesa el tiempo que transcurre.

Antes, su distracción y entretenimiento era la lectura de toda clase de textos, así como también la escritura de hermosos poemas de su creación, es por este motivo que llegó a publicar dieciocho libros de poesía, por tal, muy conocido en su localidad, así como también en Lima por muchos poetas de esta urbe. Uno de sus amigos fue el ilustre poeta César Calvo, cuya desaparición física le afectó mucho. Cuando él llegaba a Chiclayo, buscaba a Julián, lo llevaba al Hotel de Turistas donde se alojaba, y se iban al restaurante y comían y bebían lo que deseaban hasta hartarse; eran otros tiempos aquellos. Calvo daba conferencias en la Casa de la Cultura, la cual se llenaba de público.

Le tocan la puerta: es el hermano que le trae el almuerzo. Esta vez, le sirve él mismo, le trae dos platos de la cocina: para la sopa de verdura y el arroz con menestra.

-Ya está servido tu almuerzo, Julián.

Julián se acerca a la mesa husmeando la cesta para ver qué clase de frutas le han traído. Coge una mandarina y le da varias mordidas, expulsando las pepas al suelo en cada mordida.

Al terminar su almuerzo coge su botella personal de limonada y se la bebe de a pico. El hermano ya se ha ido, llevando en la cesta los utensilios para el desayuno de mañana.

Recostado, nuevamente, en su sillón ve pasar un ratón por el piso, se entretiene observándolo que está moviendo su cabecita, cree que el roedor lo está mirando, considerándolo un compañero de su casa. El animalejo se ha ido, no se sabe a dónde. A veces ve un saltojo, una cucaracha, una araña. Se distrae observando el itinerario que siguen dentro de la casa. Lo que más le encanta son las hormigas que van unas tras otras como en un desfile de soldados cargando sus alimentos, las sigue, con la mirada, hasta descubrir su escondrijo. Una vez trató sobre este insecto en uno de sus poemas:



Sin saber que es domingo, ruidoso día de fiesta,

va llevando su carga la minúscula hormiga:

el trozo de una hoja en perfilada cresta

columpiase oscilante sin impedir que siga.



Apenas se apresura, que caminar le cuesta,

y se esfuerza consciente, pues, el deber le obliga,

prosiguiendo el sendero, pese a tal lastre, enhiesta,

pero sin detenerse en demostrar fatiga.



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Julián se va a su dormitorio a ver si concilia el sueño, duerme un poco. Su viejo catre es macizo, somier destemplado, colchón de paja. Permanece largo tiempo cavilando y pasan por su mente malos y gratos recuerdos.

Las horas transcurren, ha anochecido, se levanta, se acuerda de las frutas, se dirige a la mesa de la sala, coge una manzana, y se sienta en una silla cerca a la mesa, no demora en terminarla, coge otra y otra. Al terminar de comer su fruta, se dirige a su sillón. Intenta relajarse, pone su mente en blanco y se queda dormido. Y, así pasa sus días el poeta solitario.





LOS MEJORES DEL AÑO





Celebraban el acontecimiento Los Mejores del Año de la Región Lambayeque, con entrega de premios, en el Hotel de Turistas de Chiclayo. Walter Toscanelli, alto, delgado, de ojos azules, pelo rubio, trato un poco irónico aunque de risa abierta e incisiva y vestido de frac; con el micro en la mano iba llamando uno por uno de los premiados: empresarios, artistas, profesionales y autoridades, por haber destacado en su campo laboral en beneficio de la sociedad. Todos ellos se acercaban entre los aplausos del público. Toscanelli, que era relacionista público, organizaba este evento todos los años y en diferentes regiones del Perú. Para tal efecto, se habían puesto mesas y sillas en orden establecido en los alrededores de la piscina del hotel para la digna concurrencia.

En lo mejor de la ceremonia, cuando los invitados disfrutaban de variadas comidas y bebidas, José Palomino, individuo alto, delgado, tez morena, con terno marrón, camisa amarilla y corbata color granate, se le dio por miccionar en la piscina, apuntando el chorro hacia arriba formando un arco. En esos instantes, suscitó un escándalo, mayormente por parte de las damas. Enseguida, se acercaron dos vigililantes.

- ¿Oiga señor, por qué se orina usted en la piscina?

- ¡Porque me da la gana! – con voz de borracho y de modo desafiante les respondió.

- Tenga la bondad de salir. Está usted borracho. ¡Por favor, abandone el hotel, inmediatamente!

- ¡No quiero! ¡Si es qué pueden, sáquenme!

Los dos vigilantes lo redujeron agarrándolo de los brazos y las piernas, -el borrachín vociferaba improperios – lo llevaron en vilo hasta la puerta principal y lo arrojaron a la calle. Se hizo el que se fue, y en un descuido de los vigilantes, ya que ellos se habían regresado a atender otros asuntos, el borrachín volvió a ingresar y se apareció, nuevamente, ante el público asistente. Los vigilantes lo vieron, de nuevo lo invitaron a salir y, esta vez, con buenas maneras; pero José Palomino reaccionó:

- Otra vez, me van a sacar, ¡les juro que no voy a molestar a nadie! Voy a estar tranquilo. Aquí están mis amigos -señalaba extendiendo su brazo derecho hacia algunas mesas ocupadas por los invitados -, yo quiero estar con ellos –. Siguió unos pasos y se tropezó, resbalando por las piernas de unas damas, las cuales se pararon reclamando a los vigilantes el mal comportamiento de este individuo. Los vigilantes, esta vez, lo volvieron a tomar de los brazos y de las piernas, como un desmayado:

- ¡Suelténtenme, carajo! ¡Conchesumadre! – les gritaba, quería patalear; pero no podía porque los vigilantes eran fornidos, y rápidamente lo sacaron. Esta vez, lo llevaron hacia el cerco del parque infantil y lo arrojaron por el aire, cayendo entre la yerba de los jardines. Quedó tendido y medio soñado, hasta que lo agarró un profundo y relajante sueño.

Cuando despertó con el alba, se dio cuenta que le habían robado el terno y los zapatos. En ropa interior, hacía señales a los taxistas para que se detengan; pero como ellos solo le veían la cabeza y los brazos ya que el resto del cuerpo era ocultado por el cerco del perímetro del parque, no le hacían caso porque creían que era un orate. Pero no faltó un conductor de buen juicio y se le acercó y después de dialogar con José Palomino e informarse de lo que le había sucedido, optó por llevarlo a su domicilio. Al llegar al mismo, el chofer bajó, tocó la puerta y abrió la esposa de José.

- Señora, su esposo está en mi carro y necesita ropa para poder bajar, porque la que ha tenido se la han robado.

- ¡Ay Dios mío! - rápidamente se le acercó- ¡¿Qué te ha pasado, José?!

- Después te cuento, alcánzame rápido un pantalón, una camisa y mis sandalias. Cinco soles para el buen señor que me ha traído.

A José Palomino, después que lo regañó su mujer por ser borracho, le juró a ella no volver a beber licor en su vida.







UNA NOCHE EL TEATRO DOS DE MAYO



Presentaban una exposición pictórica en el vetusto e histórico Teatro Dos de Mayo, el cual había sido solicitado para tal propósito porque hacía tiempo estaba abandonado en lo que se refiere a espectáculos. La Institución de Beneficencia Pública propietaria de este local lo había prestado al pintor Ramón Montes. El encargado de cuidar y vender las obras artísticas era Mariano Cabrales, individuo alto, de tez blanca, pelo rubio, ventrudo y faz agrietada por el tiempo. Llevaba algunos años que no probaba alcohol y no lo hacía para no volver a su dipsomanía que lo atormentó por algún tiempo. Mariano Cabrales, pues, encontró un modo de ganarse la vida, gracias a sus amigos plásticos. No le faltaba labia para seducir a los visitantes, que pasaba por un experto en pictografía, y no le faltaba alguien que comprara un cuadro, y él ya tenía un porcentaje de la ganancia. Pero, sucedió que una noche quiso probar qué tal se dormía en el teatro, ya que él todas las noches se iba a dormir a casa de un amigo, situada entre Chiclayo y Pimentel, lo cual le ocasionaba gastos en pasajes y molestia al amigo, y para que esto no ocurriera había decidido dormir en el teatro hasta el tiempo que sea necesario.

Mariano se aprovisionó de todo lo indispensable: dos frazadas, una almohada y un petate de su talla que compró en los alrededores del mercado Modelo.

En la parte final de la antesala del teatro se hallan dos cuartos: uno frente al otro. Mariano eligió el de la derecha por ser apropiado, ya su amigo Ramón le había autorizado.

-¿Y no tienes miedo quedarte a dormir, aquí, solito? –le inquirió Ramón, queriendo saber si tenía miedo.

-No, ¿por qué me preguntas?

-Recuerda que este teatro tiene más de un siglo, puede haber fantasmas, además hay murciélagos adentro.

-En cuanto a fantasmas no creo en ellos, y a murciélagos, pues, cierro la puerta y ningún murciélago puede entrar porque no hay ninguna abertura donde voy a dormir –replicó Mariano, sonriendo.

-Si es así, quédate nomás, espero que pases una noche tranquila y mañana vengo temprano a ver cómo te ha ido.

-No me hagas tener miedo que estoy tranquilo –contestó Cabrales observando el amplio recinto y que faltaba presionar un interruptor para que se quedara en tinieblas.

-Qué ninguna luz quede encendida, excepto la de tu cuarto –le dijo Ramón al despedirse, después de cerrar la puertecilla del desenrollado enrejado.

Mariano después de preparar su cama, se acostó, encendió su pequeño radio para escuchar música o algunas noticias. Apagó la luz del cuarto porque le molestaba a los ojos.

Era la media noche, cuando de pronto, se escucharon pasos rápidos cerca del cuarto de Cabrales, que lo despertaron; creía al principio que provenían de la calle, pero pronto se convenció que no era así, porque le tocaron fuertemente la puerta.

¿Quién es? ¿Eres tu Ramón? –dijo, levantando la voz como enojado para darse valor. Nadie contestaba, había un silencio absoluto. Después de un rato, se escuchó una carcajada de mujer que corría, taconeando, yendo y viniendo.

-¡¿Quién es, por favor?! …¡No estoy para bromas! … Nadie respondía.

Mariano Cabrales comenzó a sudar frío, poco a poco le iba invadiendo el miedo, pensaba en abrir la puerta y correr a encender las luces e irse a la calle. Pero más podía el miedo que no se atrevía. Se sorprendió cuando vio un rayo de luz debajo de la puerta percatándose que los fluorescentes de la antesala se habían encendido, no duraron ni medio minuto cuando se apagaron. Volvieron a encenderse, volvieron a apagarse y así, con intermitencia, como si jugaran. Él encendió, entonces, la luz de su cuarto y en rato se apagó, para no encender, aún manipulando el interruptor a cada momento. Mariano no sabía qué hacer, quería salir corriendo como un loco y ganar la calle.

Le volvieron a tocar la puerta, y una voz retumbante de ultratumba le dijo:

-¡Mariaaanooo, áaabrenooos la pueeertaaa que veniiimooos por tiii.

A Mariano se le izaron los cabellos, se puso pálido, el rostro se le inundó de sudor frío, se le doblaron las piernas y cayó al suelo, desmayado.

Al día siguiente, temprano, vino Ramón, abrió la puertecilla del enrejado, se dirigió al cuarto y tocó la puerta.

-¡Mariano! ¡Levántate, que ya es hora! …

No contestaba.

Y, de tanto llamarlo, optó por violentar la puerta: encontrando a Mariano Cabrales de bruces y con los ojos desorbitados, le tomó el pulso, el corazón le latía fuertemente. Ramón esperó un buen rato hasta que su amigo vuelva en sí, para lo cual lo llamaba a cada momento, hasta que despertó y Mariano balbució:

-¡Ramón…! ¡Ramón…! ¡Ramón…!

-¡¿Qué te ha sucedido, Mariano?!

-¡Me visitaron los fantasmas!

-¡No te lo dije! ¡Te lo advertí! …







EL CAMINANTE



Era moreno, alto, vestía con sacón azul y siempre cargando su mochila con textos de su carrera universitaria. Pues, estudiaba filosofía en la universidad de su localidad. A menudo, se le veía caminado por las principales calles de Chiclayo; pero su sabana era la plazuela Elías Aguirre, donde encontraba por la noche muchos amigos.

A Fermín le gustaba la literatura más que la filosofía y sabía hacer buena crítica literaria, es por eso que lo invitaban a eventos de presentación de libros de poesía, novelas, cuentos, para hacer sus propios comentarios después de analizar una obra.

Todos los días, a su casa desde la plazuela se iba caminando con su mochila a la espalda, recorriendo tres kilómetros para llegar a ella. Vivía solamente con su madre, una señora de baja estatura y de ella había heredado su color de tez; pues, su padre había sido un hombre blanco y empresario que había fallecido hacía muchos años, siendo niño aún, ahora Fermín frisaba los veintiocho años.

Para tener euforia y claridad mental le gustaba fumar marihuana, para después continuar con cigarrillos de puro tabaco. Consumía una cajetilla diaria.

Pocas veces se le veía sentado en las bancas de la plazuela como lo hacían sus amigos. Estaba un rato con ellos y, en un instante, prefería caminar dando vueltas a la plazuela. Hacía este paseo para calmar su ansiedad que le ocasionaba la droga. Luego volvía a juntarse con sus amigos, un rato; para después continuar con su misma rutina de caminante.

Cuando fumaba su marihuana lo hacía en un bosquecillo ubicado a un costado de la plazuela cerca a la Beneficencia Pública, se sentaba en un sardinel detrás un arbusto que le servía de trinchera para fumar la yerba que la conseguía en el jirón Woyke , a los ambulantes de baratijas que se instalaban todos los días. Al desenvolverla, escogía la porción necesaria, la desmenuzaba, luego la ponía en un papel especial que extraía de una cajita, el papel tenía goma en un extremo, que al pasarle la lengua lo pegaba después de enrollarlo, quedando elaborado su cigarrillo. Fumaba unas cuatro bocanadas, golpeando profundamente que hasta lo hacía toser, y de esta manera, entraba en su mundo artificial.

En la plazuela, una señora septuagenaria, vendía en su balay, todas las noches, desde la siete hasta la una de la madrugada, canosa, gorda, con sayonaras que, a veces, no usaba medias, como que desafiara al crudo invierno; eso sí, se cubría el cuello con una manta de lana que le servía de chalina. A esta anciana, Fermín le fiaba los cigarrillos que consumía después de su marihuaneada, generalmente por la noche para emprender camino a su casa, y como el lugar por donde transitaba era peligroso, pues, habían asaltantes, y por tal efecto, Fermín portaba detrás de su cintura una pistola con una cartuchera adherida a su correa, la cual era encubierta por su sacón. En el día guardaba la pistola en su mochila.

Un tarde, sorpresivamente, se encontró con un ex condiscípulo de su colegio donde estudió la secundaria, al cual no veía hacía muchos años.

-¡Hola, Luciano! ¡Qué gusto de volverte a ver! –Se abrazaron afectuosamente.

El amigo estaba acompañado de un sobrino, un muchacho delgado de unos quince años, llamado Hugo. Y para amenizar el reencuentro y recordar los años escolares vividos, optaron por ir al Bar Los Rosales a libar unas cervezas, y al cancelar la cuenta ocurrió un incidente:

-Son veinticinco soles- dijo el mozo.

-Son veintiuno –objeto Fermín-, hemos tomado seis cervezas. A tres soles cincuenta cada una son veintiuno.

-Cada cerveza cuesta cuatro soles, señor –. afirmó, imperiosamente, el mozo que causó alteración emocional a Fermín, el cual ya estaba ebrio.

Fermín dejó el dinero, que él consideraba justo, en la mesa.

-¡Allí está pagado! Vamos Luciano -. Y los tres se pararon al mismo tiempo.

El mozo cogió a Fermín por un brazo y le dijo: “usted no se va hasta que me pague el resto. Faltan tres soles”. Y Fermín quiso darle un empujón al mozo; pero éste era fornido y más alto que él y no pudo zafarse de su brazo que lo tenía agarrado y lo que hizo Fermín fue llevar su mano derecha detrás de su cintura para extraer su pistola, y se la colocó en la cara del mozo, que éste, al instante, lo soltó y cambio de semblante (Se puso pálido). Entonces Fermín alterado por la cólera comenzó a hacer disparos hacia el techo, agujereando en distinto blancos que hasta rompió un fluorescente; el mozo se corrió hacia el interior del Bar, y, el dueño que estaba observando todo el suceso, llamó rápidamente por teléfono a la policía.

Al llegar la policía, prontamente, porque se encontraba cerca. El dueño del Bar explicó la mala conducta de Fermín y los policías lo subieron al carro policial juntamente con su amigo y el sobrino de éste.

Allá en la comisaría, encerrados los tres amigos en una celda, pensaban en que iba a quedar este encierro, comentaban que podían injustamente enviarlos a la cárcel como sospechosos de ser unos delincuentes.

Al rato llamaron a Luciano para interrogarlo: él narró cómo sucedieron los hechos y cómo se encontró con Fermín. El comandante se dio cuenta que él y su sobrino no tenían la culpa y los dejó en libertad; y, en seguida, lo llamaron a Fermín:

-¿De dónde ha sacado usted esta pistola? –preguntó el comandante.

-La compré en la cachina porque yo me voy todas las noches a mi casa y por ese lugar hay muchos delincuentes.

-Ud. no tiene licencia para portar esta arma, ni factura, por tanto queda decomisada. Sabemos que usted es universitario por los documentos que ha presentado al momento del arresto; pero aún así es una falta la que usted ha cometido; incluso un intento de asesinato al mozo del bar. Queda usted arrestado por veinticuatro horas.

Al día siguiente, después de haber dormido en suelo frío, fue puesto en libertad Fermín para dirigirse caminando hasta su casa donde su mamá lo recibió asustada porque no había dormido en casa. No supo qué decirle y se ingenió:

-He estado en el cumpleaños de amigo Stanley, y he dormido en su casa porque se me hizo tarde.







LA FÓRMULA



Lo escruté a través de los vidrios del ventanal de su vivienda, estaba sentado junto a la mesa de su comedor, escribiendo. Toqué la puerta, me hizo pasar, me invito a que me sentara frente a frente en la misma larga mesa de cedro que perteneció a sus extintos padres. Me preguntó si me servía una taza de té, anís, yerbaluisa o manzanilla, opté por un té. Candelario Llontop, sexagenario, pelo acholado que lo cubría con una gorra vasca, mochica de linaje como él mismo lo afirmaba con honor, no se podía decir que era de talla mediana, ni tampoco muy alto, tez cobriza, siempre le gustaba usar un saquito muy pegado a su cintura y alto, color plomizo a rayas, y en la correa de su pantalón, un canguro. Y, tenía como una de sus normas de conducta, invitar a sus amigos allegados cualquiera de esas bebidas preparadas con bolsitas filtrantes para, de estar manera, matizar la conversación.

-Estoy escribiendo un artículo más para el diario La Industria que se titula A los políticos les hace falta sabiduría – me dijo con un gesto de satisfacción y vanidad, y continuó: El Perú necesita de políticos sabios, recordarás lo que dijo el filósofo inglés Francis Bacon: el saber es poder. Estos políticos, de ahora, no tienen poder para gobernar porque no saben lo que deben saber, son unos pobres ignaros. Espera un momento que ya mismo termino el artículo, antes que se me vayan las ideas -.y siguió tecleando en su vieja máquina Olivetti. Al terminarlo, de un tirón sacó el papel, y lo sacudió con los dedos de su diestra, sonriendo.

-Es un interesante artículo, va a gustar mucho – aseguró.

Me lo dio para leerlo, decía que había descubierto una fórmula para gobernar el Perú, y que a través de este escrito, invocaba a todo aquel que aspirara a ser alcalde, presidente regional, de la república, apliquen esta fórmula, de este manera, contribuirían a sacar a nuestro país del atraso y el subdesarrollo en que se encuentra, desapareciendo así: huelgas, extorciones, coimas, terrorismo, entre otras lacras sociales. Yo no le di importancia, traté de desviar el tema; pero él me interrumpió, para decirme que para escribir este artículo le había costado leer muchos libros de política como El arte de gobernar según Peter Druker, cuyo autor es Guido Stein, doctor en filosofía y máster en economía, y como conclusión de su indagación libresca, daba a conocer esta poderosa propuesta política.

A Candelario le gustaba leer mucho, gran parte de su dinero, como pensionista del ayuntamiento local, lo gastaba en libros; gozaba de una biblioteca de más de cinco mil volúmenes. Así no más, no recibía a cualquiera en su casa, generalmente, paraba con la cortina cerrada de su ventana y cuando le tocaban la puerta, porque no usaba timbre, miraba por el ojo mágico, si era alguien de su agrado le abría, sino dejaba que se vaya con el pensamiento de que no se encontraba, porque expresaba que le hacían perder su tiempo y le perturbaban su tranquilidad. A los artistas y escritores, a ellos si les abría la puerta.

Vivía solo, y habían pasado tres mujeres durante su vida: con la primera había tenido una niña, que se hartó de Candelario porque más le dedicaba tiempo a sus libros que a ella y su hijita; se separó de él, yéndose al extranjero; con la segunda tuvo un varoncito que, también, se distanció al darse cuenta que tenían estilos de vida incompatibles. Posteriormente se consiguió una jovencita de veinte años, la que le pidió que le pagara estudios en un instituto tecnológico, y al graduarse en su carrera profesional, le dijo que se iba a su pueblo de la Sierra a visitar a sus padres, la cual nunca regresó, con ella estuvo cinco años, y, no le dejó descendencia.

Después de terminar mi bebida, Candelario me hizo pasar a la sala, descolgó de la pared su guitarra, y se puso a cantar valses de la guardia vieja, cuando terminó me la alcanzó para que yo hiciera lo mismo, pasando de este modo agradables momentos de esparcimiento..

Otros de sus entretenimientos, era salir a caminar, por la noche. Tenía señalado su itinerario: las calles María Izaga, José Balta, Parque Principal, Elías Aguirre, hasta llegar a la Plazuela del mismo nombre, frecuentada durante las noches, por los amigos de su generación con los cuales se ponía a charlar.

Durante la mañana, se preparaba su propio desayuno que consistía, por lo común, tres panes con mermelada, una taza de café con leche, con trocitos de papaya o piña. Su almuerzo lo hacía en un restaurantito a la vuelta de su casa, pedía el menú del día, y eso sí, no le podía faltar su sopa de pollo, y como segundo plato arroz variado durante la semana. Visitaba una misma pollería para comerse un aguadito, en eso consistía su cena y algunas veces, en su casa se freía una tortilla de huevo, acompañada de panes y una taza de sus bebidas filtrantes.

Candelario, una noche recordando el artículo de la fórmula que le habían publicado ese mismo día, agarró su guitarra, y sentado en su sofá, se puso a cantar, alegremente:

“Y se llama Perú, con P de patria, / la E, del ejemplo, la R, del Rifle, / la U, de la unión, / Yo me llamo Perú…”

"Entré a la literatura como un rayo; saldré de ella como un trueno"- Maupassant

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